Hace ya varios 
años que hemos sumado nuestras voces para exponer la relación entre 
trabajo asalariado y capitalismo, para asumir la contradicción, no 
defendiendo el trabajo sino la vida. Porque la contradicción más 
importante por la que luchamos es la que existe entre Capital y vida 
humana.
El modo de 
producción capitalista, pese a su imagen racionalista y científica 
también produce mitos, actos de fe gracias a los cuales se sostiene. Uno
 de ellos es que el trabajo es ajeno a la historia, que existe desde 
siempre y que, por tanto, no podría dejar de existir. Esto es una 
verdadera falacia. El trabajo aparece como actividad separada en las 
sociedades de clase. Y el trabajo asalariado, más precisamente, es la 
forma que adquiere la actividad humana en el capitalismo. Es por ello 
que cuando miles de proletarios en el mundo insistimos con la consigna 
«¡Abajo el trabajo!» no estamos proponiendo que haya que dejarse morir 
de frío e inanición, sino que debemos luchar para constituir una 
comunidad donde nuestras necesidades de alimento y techo, así como de 
goce y creatividad sean puestas en común sin ser una coartada para 
cuantificarlas y generar ganancias. Aunque parezca extraño en este 
tiempo inmóvil del Capital que se asemeja a un eterno presente, la mayor
 parte de la existencia de nuestra especie no hemos vivido de esta 
manera; ello vuelve evidente que este modo de producción también tiene 
los días contados.
Otro 
mito necesario para apuntalar la normalidad capitalista es exponer el 
trabajo doméstico como un atributo natural de las mujeres,
 quienes se supone que, por naturaleza, serían buenas cocineras, 
lavanderas, amantes, sensibles, débiles y, por sobre todo, dependientes.
 No es ninguna casualidad, el primer paso para la domesticación es la creación de dependencia.
Una dependencia que es tanto económica como ideológica, basada en el mito (1)
 de que siempre fue el trabajador asalariado hombre el que llevó el pan a
 la mesa. Y en el pobre imaginario social —¡y aunque estaba a simple 
vista!— este trabajador habría carecido de la necesidad de cuidados, 
porque se trataba de un adulto sano que se valía por sí mismo. Esta 
falacia no solo invisibilizó —e invisibiliza— esos cuidados, sino que 
además produce un modelo, especialmente masculino o masculinizante, que 
se caracteriza por su pretensión de no necesitar de nadie. Un individuo 
que rechaza la interdependencia humana en nombre de la fuerte y 
prominente independencia típica del capitalismo.
Tal como sucede con cualquier trabajo, la función de la ideología dominante es que el trabajo doméstico sea naturalizado, amalgamado a cualquier actividad humana, cuando en verdad se trata de un fenómeno social determinado e histórico. El trabajo doméstico de las mujeres se encuentra bajo mayores sombras aun que el trabajo asalariado, por ser considerado, erróneamente, un atributo natural de la personalidad femenina, una aspiración del “ser mujer”. Pero lo que se olvida es que para crear la imagen de ese supuesto atributo natural fueron necesarios siglos enteros de desposesión y de persecución misógina, cuando las mujeres muy lejos estaban de cuadrar con la imagen de ama de casa sumisa y siempre atenta a las necesidades de su familia, y que el Capital «chorreando sangre y lodo por todos los poros», logró imponer.
No es fácil definir 
al trabajo doméstico en cuanto categoría. Sin embargo, quien lo sufre en
 carne propia sabe a qué nos referimos. El trabajo doméstico está 
constituido por las tareas realizadas en el hogar o para el hogar. No 
obstante, eso no lo es todo: a diferencia de la mayoría de los trabajos 
asalariados, la jornada no tiene un horario definido ni tareas precisas.
 ¿Y el cuidado de niños, ancianos y enfermos al que son confinadas 
millones de mujeres a diario? ¿Y el “servicio sexual”? Esto ni siquiera 
termina en casa. Llevarle un café al jefe y charlar con él acerca de sus
 problemas maritales es trabajo de secretaria y no un favor personal. 
Preocuparse por cumplir con un perfil físico determinado e imitar la 
imagen de las mujeres de las publicidades es una condición laboral y no 
el resultado de la vanidad femenina.
Obtener un segundo 
trabajo para las mujeres no cambia su rol impuesto, así lo han 
demostrado décadas y décadas de trabajo “femenino” fuera de casa. Un 
segundo trabajo no solo incrementa la explotación, sino que además 
reproduce aquel rol de diferentes maneras. Donde sea que miremos podemos
 observar que los trabajos llevados a cabo por mujeres son meras 
extensiones de las labores confinadas a la esfera privada.
Amas de casa, maestras, prostitutas, limpieza, secretarias, enfermeras, niñeras, psicólogas… las virtudes de la esposa homenajeada el día de la madre. La celebración oficial de cada 8 de marzo y las loas mercantiles a las mujeres feroces, valientes e independientes es la celebración de la explotación en nombre de un supuesto heroísmo, de una naturaleza femenina que se reconoce en la imagen masculinizante de la mujer todopoderosa, capaz de dedicarse a las tareas del hogar al mismo tiempo que va a trabajar a la oficina.
Para este 8 de marzo
 se hace un llamado sorprendente: un paro nacional de mujeres. Como toda
 medida aislada tiene sus propias limitaciones. Pero, en este caso, el 
paro además visibiliza un hecho sobre el cual se basa la sociedad 
capitalista y del cual se habla poco y nada. El Capital domina y se 
desarrolla a través del sistema de salario y es a través del salario que
 se organiza también la explotación del proletariado no–asalariado. Esta
 explotación ha sido aún más efectiva porque la falta de un salario la 
oculta.
En los años 70 del siglo pasado hubo una campaña titulada Salario para el trabajo doméstico.
 Esto arrancó el tema del ámbito privado, donde se lo sobreprotegía —y 
aún sobreprotege— para que no entrara en discusión. Pero, en síntonía 
con el obrerismo, reclamó su porción al Estado y a las empresas por ser 
de suma importancia para la producción capitalista.
El Capital, además del trabajo asalariado, depende también del trabajo no remunerado realizado por las mujeres en los hogares. Por
 eso no hay que defenderlo, hay que destruirlo. Recibir un salario por 
aquello no ha sucedido, y no pareciera que vaya a suceder. Repartir las 
tareas de forma más equitativa entre hombres y mujeres es una 
posibilidad, pero bastante remota también. Y si bien cada vez se paga 
más por servicios que en otros tiempos se solicitaba gratis a las 
esposas, madres, hermanas, hijas o abuelas, estas siguen soportando la 
mayor parte de estos quehaceres.
La imposibilidad de 
reforma es evidente. Así como la necesidad de abolir tanto el ámbito 
público como el privado de esta sociedad. No hay nada que salvaguardar 
de ninguno de los dos, ni entremezclarlos, sino hacerlos saltar por los 
aires junto a toda la sociedad que los ha creado.
Nota:
(1) Con mito nos referimos a una situación que, escapando a la imagen 
eurocentrista dominante desde mediados de siglo XX, implica un proceso 
histórico más amplio que las décadas doradas del capitalismo y abarca la
 realidad de miles de mujeres que por su lugar y momento de nacimiento 
fueron confinadas a un trabajo siempre menos pago que el del hombre y 
tuvieron que cumplir además con el trabajo en el hogar. Es por tanto un 
mito burgués, un ideal de la familia burguesa impuesto a todo el mundo.
# extraído de Boletín La Oveja Negra nro.46 (Marzo 2017)
# Rosario, Argentina.
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