lunes, 15 de abril de 2019

ABAJO EL PROLETARIADO, VIVA EL COMUNISMO


Les amis du potlatch. Francia, 1979
Traducido y reproducido por Proletarios Internacionalistas para el 1° de mayo de 2019


ABAJO EL PROLETARIADO


Quienes no buscan convertirse en una potencia más entre todas las potencias de este mundo, quienes aspiran a destruir todas esas potencias, podrían resumir su programa así: «Abajo el proletariado».

Evidentemente, no en el sentido de una oposición a los proletarios en cuanto seres humanos; sino precisamente porque solo rechazando ser un proletario es que se puede pensar en ser un ser humano. Los revolucionarios no proponen la mejora de la condición proletaria. Proponen su supresión. La revolución será proletaria por quienes la realicen y antiproletaria por su contenido.

La adhesión a la servidumbre


El proletario encuentra en sí mismo el mayor obstáculo para su emancipación. Para el obrero, el verdadero desastre es su complacencia ante la realidad de su miseria, su forma de ir acomodándose encontrando consuelos para su impotencia. No obstante, la experiencia le ha enseñado que no existe ningún recurso frente al sistema que lo oprime y que no sabría cómo poder quitárselo de encima si no fuera por medio de la lucha. Pero no, prefiere desahogarse en el vacío, travistiendo su pasividad en bronca mal dirigida.

El fatalismo y la resignación reinan entre los trabajadores. Por eso se dice: «siempre habrá patrones». De hecho, siempre los ha habido; no hay mucha esperanza si se tuvo la mala suerte de haber nacido en el lado equivocado de la sociedad. Es cierto que el proletario se enoja y que, de buenas a primeras, no acepta más una situación que él juzga insoportable ¿Pero lo hace con el objetivo de preparar un plan de acción determinado? ¡Para nada! A falta de poder siquiera alcanzar a los que prosperan pasándole por encima, el proletario descarga todo su resentimiento en aquellos a los que puede encontrar en cualquier esquina: jefes de poca monta, lúmpenes, desclasados y extranjeros. Se queja de que es él quien los mantiene, eso es lo que siente. Por esas mismas razones, se embronca con su pareja e hijos si no le dan las satisfacciones que espera y también si no logran compensar, a través de un hogar impecable o por resultados escolares apropiados, su sentimiento de inferioridad social. El empleado se distanciará y diferenciará con orgullo del obrero, porque éste se ensucia las manos. Pero, en compensación, él mismo será despreciado y puesto en la categoría de parásito chupasangre. Aquel que está en el sindicato se sentirá superior al que no lo está todavía pero que conviene concientizar. En compensación, proporcionará al mundo un tema de burla bastante fácil.

Incluso cuando no está amargado, incapaz de reconocer lo que hay de bueno en la vida, así como su propia cuota de suerte, el proletario, de todas formas, sigue siendo prisionero de su modo de vida limitado. Acepta su servidumbre hasta el punto de reconocer, a determinada edad, que las cosas se mejoran progresivamente, que la juventud descontenta debería saber reconocer los “logros obtenidos”.

Hay un sentimiento, aceptado en general, por los proletarios de todos los países. No es el internacionalismo, todo lo contrario, es el sentimiento de que se estaría peor en otra parte… «Más vale aferrarse a lo que uno tiene, a su lugar, ya que “al lado”, y por el mismo trabajo…» El trabajador encuentra consuelo en la idea de haber encontrado, en medio de la infelicidad general, su madriguera, su abrigo.
El trabajador lee poco y prefiere dejar que los demás lean en su lugar. Llega al punto, incluso, de darse el lujo de despreciar a los intelectuales. Les tiene recelo porque deben saber mucho —por lo que obtienen una suerte de superioridad— o porque no tienen los pies puestos sobre la tierra. Pero es raro que se considere a los intelectuales por lo que, con frecuencia, son: cretinos diplomados y defensores del sistema. El trabajador se da por satisfecho consumiendo por las mañanas, mientras va a su trabajo, o por las noches frente a la pantalla, las mierdas periodísticas hechas para él. Exige que se pongan a su nivel.
Aceptar el sentido común realista y práctico, es remitirnos a las condiciones limitadas de existencia que producen ese sentido común y no comprender qué es lo que produce y disuelve esas mismas condiciones de existencia limitada. La teoría revolucionaria no tiene que alinearse en la experiencia de los trabajadores, sino ser su superación. Más que una manifestación de impaciencia es una fuerza de anticipación.
El trabajo sigue siendo la mejor policía. Mantiene a todo el mundo a raya, embrutece e impide el desarrollo de la razón, de los deseos, del gusto por la independencia. Esto es así porque el trabajo consume una extraordinaria cantidad de fuerza nerviosa, fuerza que es extraída de la actividad reflexiva, de los anhelos, del amor. El trabajo presenta constantemente ante los ojos del trabajador un objetivo mezquino, asegurando satisfacciones mediocres pero regulares. En consecuencia, en una sociedad donde siempre se trabaja duro se tendrá mayor seguridad: hoy en día se adora a la seguridad como divinidad suprema.

Existen todavía imbéciles que hoy día hacen la apología repugnante del yugo laboral y que ni siquiera les sale de las tripas rechazarlo. Aquel que se va moliendo la salud día tras día estará orgulloso de sus bíceps y se regocijará por no tener la necesidad de practicar deporte para conservar la forma. En algunos talleres reina una verdadera mentalidad olímpica. El salario a destajo y los bonos de motivación no son siquiera necesarios para que cada uno corra atrás de su pequeño récord. Abierto desprecio o paternalismo para aquél que no es capaz o que simplemente le importa una mierda. Sin embargo, es cada vez más difícil creer que lo que se hace sirve para algo, y la indiferencia, incluso el asco por el trabajo, van ganando terreno.

Pero aquel que deja de trabajar, con frecuencia, se las tiene que ver con su sentimiento de culpa. Enfermos o desocupados, muchos tienen miedo de no estar a la altura, vergüenza de dejarse estar. Aquel que se mide a sí mismo con la vara del trabajo cree tener que probar al mundo que no es un miserable y que tiene una utilidad social. En esto se pone el dedo en el carácter fundamentalmente miserable de la vida humana: sin el trabajo la vida ya no tiene consistencia, ya no tiene sentido ni realidad.

No es el interés por el trabajo lo que lleva al ser humano a vender su fuerza de trabajo resignándose a no hacer nada más de su tiempo, sino la necesidad de un salario. El peso de la vida cotidiana puede hacer creer que el acceso a las horas de esparcimiento después del trabajo, e incluso la desocupación, son al fin y al cabo una liberación. Basta con volverse desocupado o jubilado para constatar todo lo contrario. La jubilación o la desocupación son el trabajo humano a nivel cero.

La miseria moderna no se expresa por la falta de ocio o por la penuria en bienes de consumo, sino por la separación forzada de todas las actividades, la división del tiempo y el aislamiento de los seres humanos. Por un lado, la actividad productiva frecuentemente frenética, fraccionada —las necesidades de la producción de capital— que hace del ser humano la carcasa del tiempo, un instrumento más entre todos los instrumentos disponibles. Por otro lado, el tiempo libre, adonde se supone que el ser humano debe encontrar un sentido de pertenencia a sí mismo pero donde en realidad, domesticado por la educación y embrutecido por el trabajo, se ve amputado de todo disfrute por la obligación de pagar.

El consumo, y sobretodo los sueños, que sí pueden permitirse quedan fijados como el último de los consuelos. La obrera, la vendedora o la secretaria, fuera del tiempo consagrado a lamer vidrieras y a la lectura de fotonovelas, sacrifica toda su vitalidad en elevar su rango social por medio de visibles esfuerzos de tocador ¡La “feminidad” puede lograrse con plenitud y gozo gracias a los milagros de todas las mercancías accesibles! El deseo de ser tomada en consideración y la sumisa adhesión a las representaciones serviles que se hacen de la mujer se entremezclan para engañarla mejor sobre la realidad de su destino.

El “hogar” obrero acaricia la idea de la morada en un barrio residencial que algún día le pertenecerá y donde se encontrará, por fin, “su techo”. Pero antes que nada está el automóvil. Sueña con comprarlo, y después con cambiarlo. Es una medida de la riqueza y del saber vivir, además provee un inagotable tema de conversación. Incluso si el obrero prefiere hablar con el mozo acerca de los sinsabores que experimenta con su esposa mientras le muestra las fotos de sus hijos, es el mecánico, quien, en última instancia, va a ocupar el rol de su verdadero confidente.
«Se trata de no conceder a los proletarios ni un solo instante de ilusión o de resignación. Hay que hacer que la vergüenza se vuelva aún más vergonzosa , exponiéndola. Debemos poner a bailar juntas estas relaciones petrificadas bajo los dictados de su propia melodía. Hay que enseñarle al proletario a tener miedo de sí mismo con el fin de darle coraje.»
(Marx, Manuscritos de 1844)
El obrero desconfía de la política con frecuencia, pero muy rara vez decide elevarse a la crítica de la política y de los políticos. Inflado en su orgullo por la importancia momentánea que la política le confiere y excitado por el cariz deportivo que toma el asunto, no rechaza hacer la cola y depositar su voto. Basta con que el viento de “la unión nacional” comience a soplar para que todas sus ilusiones, aparentemente extinguidas, se reaviven. Poco importa que la izquierda haya regularmente traicionado las esperanzas que las masas depositaban en ella, que los socialdemócratas las hayan enviado a la guerra, que haya participado de las peores maquinaciones burguesas, o apoyado la represión colonial. En cuanto a los pretendidos comunistas, desde el momento que llegan al poder, no hacen más que desatender y abandonar la defensa de los intereses obreros: apelan a arremangarse  y no dudan en reprimir físicamente al proletariado, como en Kronstadt, Barcelona, Budapest… ¿Pero qué sabe el obrero sobre la historia de las luchas proletarias? Sobre la Comuna de París, sobre la revolución rusa, sobre las huelgas bajo el régimen del Frente Popular apenas conoce las caricaturas y los cuentos de hadas que el aparato político y los maestros de izquierda tramaron y compusieron para su propio uso.

Si adhiere a un partido estalinista, el “trabajador” denunciará la ganancia desmedida de los monopolios y las especulaciones descaradas de los promotores inmobiliarios. Pero nunca entiende el verdadero papel social del patrón y la ganancia del capital. No verá más que robos, parasitismo, abusos de las “doscientas familias”, pero para nada, las funciones económicas que se deben liquidar socavando sus bases: el capital y el trabajo asalariado. Desde el momento en que exista un país modelo y socialista, Suecia o Cuba dependiendo de los gustos, las fastuosidades, las oficinas suntuosas, las dachas al servicio del pueblo enseguida le parecerán más honestas. No importa cuál burócrata grasiento sea un “dirigente obrero”, ese modo de vida se convertirá en una cuestión de dignidad obrera. En los países donde el proletariado ejerce su dictadura ¿cuál no será la satisfacción del obrero, por la mañana en la fábrica cuando levanta su gorra delante del capataz, sabiendo que de hecho es propietario de su empresa, y, en última instancia, el superior de sus superiores?

El enemigo del proletariado no es tanto el poder de los capitalistas o de los burócratas como la propia dictadura de las leyes de la economía sobre las necesidades, las actividades y la vida de los seres humanos. La contrarrevolución moderna se centra en la defensa de la condición proletaria y no tanto en el mantenimiento de los privilegios burgueses. Con la ayuda de sus representantes políticos y sindicales, y en nombre del proletariado, se intenta salvar a la sociedad capitalista.
«Pero para los proletarios que se dejan entretener
con ridículos paseos por las calles,
con plantaciones de árboles de la libertad,
con resonantes frases de abogados,
habrá, de primero agua bendita, luego injurias,
y finalmente metralletas, la miseria siempre.»
(A. Blanqui)

El diseño de la servidumbre


Protestar y reivindicar también son parte del rol del obrero y de su impotencia. Impotencia, desconexión de la realidad y falta de perspectiva a los que su trabajo lo condiciona. Pasivo y aislado, acepta entregarse a los aparatos burocráticos con la esperanza de encontrar la conexión de la que carece.

El trabajador, cuando reivindica algo en el seno de esas “organizaciones responsables”, está reafirmando el fundamento de su propia miseria ¿Qué reclama? ¿Pan? ¿Espacio? ¿Máquinas que hagan el trabajo? ¿Los medios necesarios para gozar de su vida, encontrarse con amigos, actuar y producir para ellos y con ellos? No. Lo que reclama tozudamente es la garantía de poder trabajar, de dejarse explotar en los trabajos forzados del sistema asalariado y, en compensación, una disminución de la edad jubilatoria, para que los jóvenes puedan también hacer uso de su derecho al trabajo mientras los viejos pueden ir preparando tranquilos su entierro. Reclama que el obrero llegue a tener que venderse para obtener con lo que subsistir, obligado y constreñido por el entorno económico; o sea, que una vez en el trabajo, tenga que hacer todo lo que está a su alcance para no dejarse arruinar la salud, que tenga que pelear constantemente persiguiendo actividades que le sean más provechosas y para reducir el tiempo durante el cual es explotado, evidentemente. Estas actitudes, que de hecho tienen que tener en cuenta el medio capitalista, no tienen nada que ver con el derecho al trabajo y el derecho a la jubilación.

Las reformas no son conquistas del proletariado sino mejoras, un rediseño ¿reajuste? que el sistema se ve en la necesidad de ejecutar para asegurar su supervivencia y progresión en el tiempo. Generalmente, lo que hace —a veces sometido a la presión de las masas— no es más que liquidar sus anacronismos. El reformismo obrero solo cubre las necesidades de desarrollo del capital, en particular aquella de tener que tratar relativamente bien a la fuerza de trabajo para poder explotarla con mayor saña.
La crisis, con los conflictos que trae aparejados, constituye un momento de esperanza para arribistas y burócratas, que intentan, entonces, hacerse de los mejores puestos que la acción del proletariado deja libres. Esto podemos constatarlo en la revolución rusa donde el partido bolchevique hizo recular, algunas veces militarmente, a las fuerzas vivas de la revolución hasta restaurar el orden capitalista y la disciplina en las fábricas; así como en las revoluciones alemana (1918/1923), española (1936/1937)…

Aquellos que encuentran en la impotencia y la atomización de los proletarios los cimientos de su poder de negociadores de la fuerza de trabajo son los mejores defensores de la sociedad de explotación. Su programa es la gestión de la condición proletaria. Bien pueden gritar a los cuatro vientos “¡Viva el proletariado!” ya que, precisamente ¡viven del proletariado! Y si estos herederos del fracaso de las insurrecciones proletarias pueden darse a publicidad sin vergüenza es porque han prosperado gracias a haber sepultado a aquellas.

Los obreros ocupaban las fábricas «pero la fábrica ocupaba a los obreros, 
quienes, de este modo, no eran arrojados a la calle para terminar 
arropados por esos cortejos que derivaban, a veces, 
en incidentes violentos y sangrientos.» (L. Blum)

Una gran ilusión, la autogestión


El capital ha mercantilizado todas las relaciones sociales. Pero este mismo movimiento ha tornado frágiles los mecanismos de regulación del sistema e inestables los equilibrios sobre los que descansa la acumulación, sean éstos monetarios, sociales, demográficos o ecológicos. La crisis de 1929 llegó luego del aplastamiento del proletariado (fracaso del período revolucionario de la década del 20), sin embargo, la que hoy vivimos llega en una época en la cual el proletariado redescubre su fuerza. Un enfrentamiento decisivo se prepara.

El sistema capitalista vive del proletariado como ninguna otra sociedad de clase lo hizo con sus esclavos. La clase fundamental del capitalismo es el proletariado y no la burguesía. En tanto haya proletariado, habrá capitalismo y, de hecho, el carácter revolucionario del capitalismo es extender el proletariado, es decir la expansión de la clase que es la disolución de todas las clases, la clase que solo puede reconquistar su humanidad y apropiarse de su mundo, disolviendo su propia esencia y destruyendo el capital. El proletariado es empujado a la acción especialmente porque, con la crisis, el movimiento obrero se vuelve incapaz de seguir reformando el trabajo asalariado. En relación con sus ancestros y con quienes viven en la miseria en el tercer mundo, los explotados de los países desarrollados son relativamente mimados. Sin embargo, la transformación revolucionaria que vendrá dependerá de ellos, porque la distancia entre lo que es y lo que podría ser posible es mayor que nunca. Esta distancia, tengan o no los proletarios alguna consciencia de ella, es de todas formas una contradicción que los incita y los incitará cada vez más a actuar para salir de tal situación.

A falta de poder ofrecer a los desposeídos una ideología burguesa, propietaria, moral o religiosa, se les presenta una ideología proletaria: el socialismo, la autogestión. La generalización del trabajo asalariado ha destruido los viejos valores de la propiedad y obliga al capital a priorizar el acceso a responsabilidades, el enriquecimiento de tareas, la democratización del poder en la empresa, la participación. Sobretodo cuando las dificultades económicas hacen más dolorosas las compensaciones a los trabajadores en dinero constante y sonante.

El problema de la gestión solo puede ser central en un universo parcializado, fraccionado y atomizado, donde los seres humanos se ven impotentes frente a la necesidad económica. Los autogestionistas y otros apóstoles del control obrero buscan atar a los trabajadores a “su” empresa. Concretamente, esto se traduce en la acción de comités examinando las cuentas, dentro de cada empresa, controlando al patrón o a la dirección, vigilando la producción y las actividades comerciales todo a la vez. Con esto se da por supuesta una suerte de economía eterna cuyas leyes serían más o menos idénticas tanto en el capitalismo como en el comunismo: los trabajadores tendrían entonces que aprender las reglas de la administración y del comercio. La lógica de la mercancía se impone, lo determina todo: qué se fabricará, cómo, etc… Pero para el proletariado el problema no es reivindicar la “concepción” de lo que hoy solamente se encargaría de “fabricar”.

En el mejor de los casos la solución sería sinónimo de autogestión del capital. El ejemplo de Lip es elocuente: hasta las tareas del patrón se convirtieron en tareas de los obreros. Además del proceso material, se encargaron de la comercialización. Justamente los problemas que puede traer la “gestión”, en una sociedad no mercantil, no tienen nada en común con ello. Pretender que los trabajadores puedan aprender algo gracias al control obrero es un absurdo: el mismo solo puede enseñarle gestión capitalista, sean las que sean las intenciones de quienes lo hacen.

Promocionada por los ideólogos de la nueva ola, la autogestión se engalana con el atractivo de la utopía. Pero que triste utopía es que la confusión de un capitalismo sin capitalista se sume al ridículo de trabajadores entusiasmándose mañana por lo que hoy les es indiferente: el trabajo asalariado… De cara a futuros desbordes, la izquierda democrática ve en la autogestión un discurso que la fortifica, que le permite aparecer más acabada para reabsorber un movimiento que se anuncia amenazante.


VIVA EL COMUNISMO


Las escaramuzas de la guerra social de los últimos diez años hacen crecer la amenaza que pesa sobre la miseria del trabajo asalariado. La crisis se seguirá agravando, lo que excluye una solución pacífica.

De momento las fuerzas del viejo mundo están forzadas a mantener la ofensiva. Pero las cartas aún no están echadas.

Rechacemos el juego del enemigo, que consiste en reformar para conservar el mundo de la economía.

Reconocernos en nuestro terreno: poniendo en primer plano la posibilidad del comunismo, a lo que contribuye la teoría de la revolución comunista. Démonos entonces las armas para la conflagración que se viene.

El comunismo balbuceante


Lo que la prensa y la televisión presentan como “lucha de clases”, el combate de los trabajadores, suele ser en realidad un espectáculo político–sindical prefabricado. La fuerza real de la clase trabajadora y el temor que puede inspirar se expresan de forma más eficaz y más subterránea. Las actitudes de indocilidad y de rechazo al trabajo inciden más, incluso en el nivel de los salarios, que los desfiles rituales del Primero de Mayo. Existe una complicidad entre los diferentes poderes que se reparten la sociedad para disimular la guerra social que los amenaza.

Los trabajadores, a raíz de su situación, gracias a las enormes masas de capital que están encargados de accionar, por el nivel de integración de todos los actos productivos y económicos, disponen de formidables métodos de acción y de presión. Métodos incomparablemente más poderosos a los que tenían los oprimidos de otras épocas, y, sin embargo, carecen frecuentemente de la conciencia de esta fuerza. No se trata de un poder abstracto que poseería la clase trabajadora en su conjunto, sino de los medios que detentan concretamente, incluso grupos restringidos en virtud de su situación de clase. Por la huelga, por el sabotaje, por desobediencias de toda índole, los trabajadores pueden amenazar la valorización del capital. Pueden llegar a bloquear la producción de tal bien o tal servicio de carácter indispensables, pueden hacer que dejen de funcionar grandes conjuntos, pueden desviar la producción para su propio uso y cuenta.

Esta potencia puede ser utilizada a un nivel mucho más elevado todavía para evitarle disgustos a otros. Una huelga de transportes hace perder días de trabajo. ¡Qué se jodan los fanáticos del trabajo! Existen varios medios de presión para lograr que estas jornadas de todos modos sean pagadas. Algunas huelgas de transporte se han concretado cesando todo control de pago e imponiendo la gratuidad. ¿Cuál sería el efecto social de la distribución gratuita de ciertos productos, de carteros que no obliterarían más la correspondencia, de cajeras que pararían el trabajo permitiendo a los clientes irse sin pagar, de empleados que destruirían los papeles importantes? Posibilidades de acción extraordinarias existen prácticamente por todas partes. Lo que falta es la audacia, el acuerdo, el verdadero gusto por la eficacia y el juego. Es significativo que los disturbios de nuestro tiempo sea en Estados Unidos, Polonia, Londres o El Cairo, desemboquen regularmente en asaltos a comercios y saqueos en tiendas y supermercados. Bastó un corte de luz en Nueva York, en Julio de 1977, para que respetables padres de familia participen del saqueo codo a codo con los “delincuentes”.

Defender bajo cualquier circunstancia el instrumento de trabajo, como hacen los sindicalistas, o avisar antes de realizar una huelga, o realizar huelgas de advertencia, o proteger la propiedad patronal o estatal, es ceder ante el fetichismo del capital y ser su prisionero; es no usar positivamente lo que el mismo capital concentró en manos de los proletarios. Los trabajadores para los que el instrumento de trabajo deje de ser una cosa sagrada que no hay que desviar de ningún modo de su función primera —aquellos que no acepten más sacrificar su vida a los fetiches— sabrán, llegado el momento, utilizar de la mejor manera los instrumentos que el capital les legó. Sabrán poner en marcha todo lo que sea necesario para asegurar las tareas revolucionarias: vestirse, alimentarse, asociarse, armarse… vivir.

«Los precios han aumentado mucho, 
y ahora, no habra más precios. Cuando
acabemos, Broadway no va a existir más.» 
Un joven de Buswick (Time, 25 de julio de 1977)
En el trabajo por y para su propio uso y cuenta, cuando los obreros utilizan las máquinas para sus propios fines, se están dotando de una actividad que escapa al trabajo asalariado. La orden de “hay que hacer esto” es reemplazada por una pregunta: “¿Qué es posible hacer?” Este trabajo, si bien es un fin en sí mismo, no carece por ello de objetivos. Las posibilidades en este sentido no son ilimitadas, pero el obrero que se entrega al trabajo por su cuenta hace funcionar la cabeza y se informa. Pasa revista al material que tiene a su alrededor, examina las posibilidades no utilizadas más allá de las que le ofrece su única máquina: las de las pequeñas máquinas auxiliares, las de la máquina para cizallar placas que está en el rincón del taller, las de la piedra de amolar, todos útiles que están a su disposición; y decide. Este trabajo por y para su cuenta, humilde, ejecutado en secreto, es el germen de un trabajo libre y creativo: es el secreto de esta pasión.

Cuando los trabajadores la emprenden contra el capital sus acciones no constituyen simplemente un medio, son, además, el esbozo de otra cosa, de un mundo donde la actividad humana no estaría más encadenada sino liberada, nunca más sometida a la producción de riquezas sino enriquecida, siendo la expresión misma de la riqueza humana. Durante la lucha, el trabajador se convierte en amo de sí mismo y retoma el control de sus propios gestos. El carácter sagrado del instrumento de trabajo, el costado serio y opresor de la realidad de la fábrica se derrumban. Con el sabotaje, y en forma más general con todo lo que ataca directamente a la organización del trabajo, la alegría reaparece.

En la iniciativa que resurge, en los lazos que se tejen, los racismos de toda índole se borran, en la gratuidad de los gestos y sentimientos es la comunidad humana que renace. Los proletarios en revuelta producen un uso infinitamente más rico de sus vidas, se vuelven fugitivamente amos del tiempo y el espacio. La afirmación de su propia vida humana y no más la de la vida del capital es inmediatamente comunista.

La aspiración al comunismo


La necesidad de la comunidad humana es el verdadero corazón del comunismo. Las descripciones de los utopistas [del siglo XIX] manifestaban ya entonces la necesidad histórica del comunismo, y hacían de ella una exigencia inmediata, en conformidad con su profunda naturaleza. Pero el comunismo no fue inventado por pensadores. Se trata de la vieja necesidad de abundancia y comunidad, presente tanto en las revueltas de los esclavos de la antigüedad como en las de los campesinos de la Edad Media.

El capitalismo intenta hacer desaparecer todo trazo de comunismo de la vida de los seres humanos. Pero aún la actividad más integrada y servil se nutre de participación, de creación, de comunicación, de iniciativa, incluso si estas facultades no pueden desarrollarse plenamente. La necesidad de un salario no es suficiente a la hora de hacer funcionar al trabajador. Hace falta que ponga de lo suyo.

El comunismo no es una forma de organización social fija. No se lo construye como pretenden aquellos que levantan castillos en el aire. El comunismo surge sin cesar en el seno de la actividad humana, aún cuando solo puede desarrollarse en ciertos momentos. La actividad humana, cuanto más se alza ante el capital, más tiende a esbozar el comunismo. Cuando los seres humanos recomienzan a tener experiencias para comunicarse, cosas para decirse y hacer, la conciencia deja de ser el reflejo pasivo de representaciones y situaciones congeladas. Cuanto más se profundiza la lucha, quienes la emprenden se ven más limpios de los prejuicios y mezquindades que los habitaban. Su conciencia se desanuda y arrojan una mirada nueva y asombrada sobre la realidad y la existencia que llevan. Los proletarios no pueden reconquistar por pedazos los medios de producción, una actividad totalmente parcializada; deben asociarse y poner en común todo. Pero más allá del movimiento de apropiación y puesta en común una nueva actividad se desarrolla, nuevas relaciones nacen, pasiones antes enterradas se despiertan, la relación de dominación de los objetos sobre los seres humanos se invierten.

El sistema capitalista se funda sobre la oposición producción/consumo ¿La existencia del proletario no es, acaso, también doble? Ahogado, cronometrado, solicitado, cuando rasca y produce; adulado y lúdico cuando consume. Con el comunismo lo que importa no es tanto la máxima reducción del tiempo de trabajo sino desenmascarar el carácter falso de la oposición trabajo/ocio. Sociedades primitivas empleaban la misma palabra para referirse al trabajo y al juego. Desde ahora podemos concebir la caza, la recolección, la jardinería como algo más que trabajo, aún siendo que de todas formas constituyen actividades productivas. Lo mismo sucede con las actividades ligadas a la industria, sin embargo el frío metal del maquinismo pesa tanto en nuestra imaginación que estas actividades solo pueden convertirse en actividades placenteras mediante la emancipación del conjunto de la humanidad.

A través de incesantes innovaciones tecnológicas, por la racionalización del uso de la fuerza de trabajo, el capitalismo ha multiplicado la eficiencia productiva. La reducción del tiempo de trabajo: la estandarización de las piezas, el carácter intercambiable de las tareas… es lo que hace marchar a la humanidad. Algunos comentan que el progreso conlleva una mejor calificación del trabajo. Basta citar el aumento del número de ingenieros durante todo el siglo XX. Pero olvidan precisar que en los Estados Unidos el número de conserjes se incrementó a la par durante el mismo tiempo… Esta carrera por la productividad, de hecho, lo que hizo fue profundizar y extender la degradación y la desvalorización del trabajo.

Las realizaciones científicas y técnicas muestran que la penuria nace de la abundancia misma. Al tiempo que la congestión automovilística se alza contra el automóvil, el consumo farmacéutico contra la salud, la destrucción de la naturaleza contra su humanización, la obsolescencia de la mercancía, en tanto mercancía, está contenida en su uso ¿Y para qué desplazarse cuando, dentro del sistema de los objetos, no hay nadie con quien reencontrarse. El consumo, a pesar de todas la falsas promesas de la publicidad, no es en absoluto un remedio contra la miseria. La colonización mercantil y dineraria de toda la vida social sabotearon los valores tradicionales y el respeto de las instituciones. La más íntima de las miserias es la confeccionada por el capital. Pero este movimiento de destrucción es al mismo tiempo liberación y multiplicación de los deseos.

El comunismo solo es posible porque el capitalismo barrió con toda humanidad. El comunismo no es la defensa de los proletarios, sino la abolición de la condición proletaria. No lleva al poder a los trabajadores, ni nivela a toda la población bajo un mismo ingreso. El comunismo acaba con la esclavitud asalariada, con el productivismo, con la oposición trabajo/ocio. Permite la reunificación de la actividad humana sobre la base de todos los logros técnicos y humanos disponibles. El obrero deja de estar encadenado a la fábrica, el ejecutivo no está más pegado a su maletín. La necesidad de acción ya no está sometida a la necesidad de dinero.

Abolición del trabajo y del intercambio


La comunidad humana y el ocaso de la empresa como unidad de la vida productiva provocan el fin del intercambio. Suprimir el dinero que sirve para el intercambio no significa volver a la forma primitiva del intercambio que supone el trueque. Los objetos no circulan en una dirección compensada por la circulación de otros objetos en la dirección contraria. Los objetos son repartidos directamente en función de las necesidades, concebidos y producidos para desarrollar las posibilidades de las actividades más productivas en su sentido social.

Evidentemente, para los banqueros y para algunos ideólogos no podremos prescindir nunca del dinero; el dinero es al cuerpo social lo que la sangre es al cuerpo humano. No obstante, no hay que remontarse mucho al pasado para encontrar una época donde la inmensa mayoría de una humanidad campesina producía esencialmente para satisfacer las necesidades familiares y casi no practicaba el intercambio monetario. Hoy día, la obligación de vender su fuerza de trabajo no resulta de una fuerza directa y personal sino económica y anónima. A través de la necesidad de dinero parecería que fuera la dictadura de sus propias necesidades la que impone al trabajador el tener que entregarse al sacrificio del trabajo, como si fuera un hecho natural.

La separación entre las personas es tan profunda que el dinero, este ligamento social abstracto, aparece como la única mercancía verdaderamente comunitaria, pasando de mano en mano indiferente e inodora. La humanidad solo podrá prescindir del dinero, de esta relación abstracta e impersonal, en la medida en que se una concretamente en una asociación comunista.

Actualmente, se mide el aporte personal en función, solamente, de una retribución personal; con la asociación, la noción misma de contrapartida desaparece, ya que la satisfacción es la de enriquecer el desarrollo de la humanidad.

El comunismo no es simplemente la generalización de la gratuidad, el mundo tal como está pero sin el dinero, o un gigantesco autoservicio. No suprime ni las elecciones dolorosas ni los esfuerzos. Su instauración no podrá hacerse sin dificultades, y creerla fácil es tan quimérico como pretenderla imposible. A través de todas las épocas, la persistencia de la lucha de clases y de las sublevaciones proletarias muestran su necesidad. Y no es tanto la fuerza de los amos sino la inmensidad de la tarea lo que las ha hecho fracasar. Hace falta realizar un salto enorme y solo este salto asegura la victoria de la clase proletaria, al tiempo que significa su negación.

Proveer gratuitamente los bienes necesarios a la satisfacción de las necesidades esenciales, he aquí lo que hoy permitirían las técnicas que en realidad sostienen la invasión de la mercancía a todos los aspectos de la vida. Poner a disposición de cada uno los alimentos, la vestimenta, el techo, los medios de transporte y toda una serie de productos elaborados es inmediatamente posible para los países industrializados y podría ser extendido rápidamente al resto del planeta. Es más, si el fin de la mercancía supone una gigantesca transformación del contenido de la producción y del uso de los bienes, acarrea con ella el fin de la separación lujo/necesidad.

Si el empleo del automatismo está actualmente limitado a algunas industrias (acero, petroquímica, etc…), la comunización conllevará a una utilización más extendida de los automatismos que son, sino bastante simples en sus principios, al menos fácilmente aplicables a numerosas actividades. La maquinaria moderna (ver el manejo electrónico) no solo permite aumentar la productividad limitando la intervención humana, sino que también permite generalizar el acceso a las máquinas–instrumentos. Fabricar masivamente, de la forma más automatizada posible, bienes utilitarios y estandarizados no impide la puesta en circulación de materiales, instrumentos y máquinas para transformarlos. Hay que acabar con el reino de lo predigerido, para que cada uno pueda activarse según sus gustos, la necesidad de la cantidad no oponiéndose más a la exigencia de la calidad. De esta manera, la especialización a ultranza cede su lugar a la versatilidad. Se es a a la vez obrero, campesino, artista y científico; de hecho, se es algo mucho más allá de todas estas categorías estrechas y primitivas. La producción no excluye más la experimentación, la extensión de los contactos humanos y las “pérdidas de tiempo”. Y el aprendizaje sale de los guetos escolares y universitarios para fundirse con el propio movimiento de la actividad productiva.

El individuo de la vida burguesa no es una persona.
Es una casa de comercio, una caja registradora ambulante.
Solo nos sentiremos libres y felices cuando no tengamos que vender
nuestra vida y rendir cuentas a cada instante.
En el universo de la mercancía la persona es una intrusa.
Sin cesar controlada, sospechada, estafada, asistida.
Reinan la desconfianza, la mentira, la competencia, la mezquindad.
Atmósfera mórbida y artificialmente coloreada donde falta el aire de la vida.

Hacia la insurrección


La comunización pasa por el renacimiento de los consejos revolucionarios que las insurrecciones proletarias de este siglo (XX) hicieron aparecer en estado embrionario. Si se desarrollan consejos en los barrios, en las unidades de producción, este modo de asociación, que emana directamente de las masas actuando, regulará la organización práctica y el control de las tareas necesarias, y de esta forma deberá cortocircuitar los órganos de representación política.

Los consejos del pasado, pese a sus defectos y timidez, mostraron la capacidad de los trabajadores a la hora de ocuparse de sus asuntos. Las mejores manifestaciones de estos consejos se vieron cuando debieron responder rápida, clara y duramente a sus enemigos. Se forjaron directamente como la organización de la lucha. Sin embargo, muchas veces, se consumieron en la inacción y la administración. Vimos entonces construirse magníficas organizaciones, pero en el vacío, por fuera de los imperativos de las luchas y las tareas a realizar. Estos órganos no son ni la receta milagrosa ni el objetivo de la revolución. El comunismo no es el reemplazo del poder de la burguesía por el poder de los consejos, de la gestión capitalista por la gestión obrera. El riesgo para los consejos es el de volverse un pretexto para continuar encadenando a los trabajadores a la empresa, en lugar de ser la palanca que haga estallar la compartimentación de la vida social, el medio para asociarse y comunizar.

Tomar decisiones supone divergencias. El comunismo no significa el fin de toda oposición, bien por el contrario, las torna fecundas cambiando su contenido. Los conflictos no provienen más de intereses personales a preservar, sino de las soluciones que cada uno propone para satisfacer el interés común. Son estas mismas divergencias que permitirán comparar las posibilidades de las actividades impulsadas por los consejos, sin recaer por ello en los debates al estilo parlamentario. 
«Cuando los obreros comunistas se reúnen,
su intención apunta primero a la teoría,
a la propaganda, etc… Pero al mismo tiempo
se apropian por este medio de una nueva necesidad,
la necesidad de la sociedad entera, y lo que parece
no haber sido más que un medio se convierte en un fin.
De este movimiento práctico, podemos observar
los más brillantes resultados cuando vemos juntarse
a los obreros socialistas franceses. Fumar, beber,
comer, etc… no son más simples ocasiones
para reunirse, medios para la unión sino que
el compañerismo, la asociación, la conversación
que apunta a revolucionar el conjunto de la sociedad los colma…»
(Marx)
El objetivo de la revolución comunista no es el de fundar un sistema de autoridad democrático o dictatorial, sino una actividad diferente. El problema del poder aparece cuando los seres humanos pierden el poder de transformarse a ellos mismos y a su entorno, cuando son obligados a actuar por objetivos distintos a los contenidos en su actividad.

La revolución comunista no busca el poder, pero necesita poder realizar sus medidas. Resuelve esta interrogante porque ataca su causa: es la apropiación de todas las condiciones materiales de la vida. Es mediante el rompimiento de los lazos de dependencia y aislamiento que la revolución podrá destruir el Estado y la política. Esta destrucción no es automática. No va a desaparecer poco a poco, en la medida que crezca la esfera de las actividades no mercantiles y no salariales. O más bien, esta esfera sería muy frágil si dejara subsistir a su lado al Estado, como quieren los izquierdistas y los ecologistas. Una de las tareas de los revolucionarios es la de poner en marcha las medidas que tenderán a dislocar la fuerza del Estado creando una situación irreversible. Por ejemplo, destruir todos los ficheros de estado civil y otros fichajes de la población diseñados por diversas administraciones, atacando a la vez a las funciones económicas y represivas del Estado. Los procedimientos de centralización por computadora y microfilm hacen que la maquinaria del estado sea, finalmente, más vulnerable.

El comunismo es el desafío y el arma de la insurrección. La victoria del proletariado depende de su capacidad para revolucionar la economía y su condición. En la guerra social la relación militar de fuerzas, en el origen, no es decisiva para eso. La revolución debe privar a las fuerzas armadas estatales de algo que defender, socavar su base material. De esta forma, quebrar el acuartelamiento de los soldados por manifestaciones de confraternización puede revelarse, en ocasiones, como mucho más eficaz que unos cuantos ataques desordenados.

Disponiendo de un poderío destructor peor que nunca, las fuerzas armadas ven, sin embargo, como sus valores tradicionales se descomponen ya que se vuelven extraños al mundo moderno. Por la naturaleza de sus armas y de su aparato técnico, las fuerzas armadas dependen más que nunca de la base económica. Si los productores, de forma coherente y determinada, utilizan su verdadera fuerza, entonces tendrán con que matar de hambre, descorazonar, dividir, paralizar, atraer y aplastar a sus adversarios. Si los productores no sacan ventaja rápidamente de su posición, del desconcierto inicial del enemigo, para atacar el capital allí dónde es más vulnerable, entonces serán ellos los que se convertirán en blanco fácil para la contrarrevolución, primero ideológica y política, y luego militar.

La violencia revolucionaria es una relación social que desconcierta a los seres, que hace de las personas sujetos de su propia historia. Pero los insurgentes se deslizarían hacia el terreno enemigo si se libraran a un enfrentamiento aparato contra aparato, si buscasen estabilizar una correlación de fuerzas preservando las “conquistas” obtenidas. La insurrección, de esta manera, degeneraría rápidamente en guerra civil, deslizamiento fatal que no haría más que reproducir la causa de todos los fracasos del pasado revolucionario (comunalistas – versalleses, anarquistas – franquistas…) De cara a un adversario plegado a la concepción militarista del enfrentamiento, los insurgentes tienen como cualidades la flexibilidad y la movilidad. Sin temer a poner en juego las pasiones, la imaginación, la audacia, la insurrección debe sin cesar fundarse sobre su propia dinámica: la comunización.

Muchos saben de manera confusa que vivimos el fin de un mundo, incluso si no saben a ciencia cierta lo que devendrá; el movimiento no ha tenido aún la fuerza para hacer visible su contenido y plantear sus perspectivas. Quienes soportan cada vez menos la barbarie capitalista deben descubrir a lo que aspiran: el mundo contenido dentro de su revuelta, el comunismo.

Proletarios, un esfuerzo más para dejar de serlo…


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Originalmente este panfleto fue difundido como folleto que abriéndolo por un lado tenía el título ABAJO EL PROLETARIADO y tomándolo por el otro el de VIVA EL COMUNISMO, quedando desplegado tal como aparece en la siguiente imagen:


Descargar por partes en formato A4:

En infokiosques se encuentra una reedición anterior en francés.