Editorial Ande
Perú, 02/10/2022
Protestas de la clase trabajadora a nivel mundial, una guerra interimperialista en curso que amenaza con devenir en una guerra nuclear, precios exorbitantemente elevados en cada rincón del planeta, la izquierda del capital revalidando nuevamente el electoralismo y la vieja historia de la crisis capitalista que promete ser más encarnizada. Es en este escenario contradictorio que se desarrolla una vez más las grisáceas trampas electorales de la democracia burguesa. El presente escenario es Brasil.
El resultado de los próximos comicios electorales en Brasil estará en el centro de la opinión pública internacional durante los próximos días. No es para menos, se trata de la principal economía regional en términos de producción y la decimotercera a nivel mundial. Una formación económico-social que, aun siendo periférica, tiene una considerable capacidad de exportación de capitales, manteniendo relaciones asimétricas o subimperialistas con vecinos de la región como Paraguay o Bolivia, y que históricamente se enroló de manera activa en las misiones contrainsurgentes impulsadas por el imperialismo norteamericano y las burguesías latinoamericanas. Actualmente mantiene relaciones económicas fluidas con el imperialismo chino colaborando con su expansión en América Latina.
Como es evidente, el curso de los acontecimientos políticos en este país no puede ser desestimado por nadie. Pero su evaluación, más aún si pretende realizarse desde una perspectiva proletaria, debe hacerse considerando las contradicciones esenciales, y no la mera inmediatez que solo se queda en lo aparente.
A pesar de que en los hechos el Partido de los Trabajadores (PT) demostró ser un reformista que no realizó cambios estructurales, buena parte de la izquierda y el llamado “progresismo” continúa sosteniendo la existencia de una diferencia esencial entre este partido y la extrema derecha representada por Jair Bolsonaro. La postura impulsada por estos sectores ingenuos afirma que la permanencia de Bolsonaro en el gobierno equivaldría a una victoria fascista sobre la democracia liberal cual Mussolini marchando sobre Roma. En consecuencia, la tarea inmediata sería la lucha contra el bolsonarismo en defensa de las libertades democráticas y el Estado de derecho. Es decir, que estos grandes “defensores de la libertad” son en realidad militantes del capital y sus expresiones democrático-burguesas. No importa que Lula haya sido muy claro con su postura procapitalista. Por ejemplo, ya desde el 2002 decía lo siguiente en una entrevista publicada en la Revista IstoÉ: “El capitalismo brasileño hoy está inoperante. El actual gobierno impide que Brasil sea capitalista, porque dificulta el crédito a quien produce y a quien consume debido a las altas tasas de interés. (…) Quiero dinamizar la economía. El primer paso es hacer que Brasil crezca en el mercado interior y externo. (…) Los empresarios deberían votarme porque, en este momento, solamente yo soy capaz de hacer que la economía vuelva a crecer (…)”. Tampoco importa que incluya entre sus filas a políticos tradicionales vinculados al catolicismo conservador y a la agroexportación como Geraldo Alckmin, y busque asegurar el apoyo reuniéndose con sectores del gran capital como Josué Gomes, presidente de la Federación de Industrias del Estado de São Paulo (FIESP); Isaac José Sidney, director de la Federación Brasileña de Bancos (FEBRABAN); Benjamin Steinbruch, director de la Consejo de Administración de Compañía Siderúrgica Nacional de Brasil; Flávio Gurgel Rocha, presidente del gigante textil Lojas Riachuelo y parte del más grande grupo de empresarios textiles en América Latina, Grupo Guararapes; y otro largo etcétera. En fin, todo vale con tal de sacar al “fascista” de la gestión gubernamental. Todo se reduce a los malabares políticos, dejando fuera las relaciones económicas, especialmente aquellas que mantienen en condiciones de creciente explotación a su población trabajadora. Estas organizaciones desligan el Estado de las dinámicas del capital y no comprenden las categorías como totalidad.
El primer elemento de esta falsa contradicción radica en trasladar de forma mecánica una categoría que sintetizaba un proceso histórico diferente y especifico al actual ascenso de la extrema derecha en el mundo. Pero aun considerando que tenga algo de credibilidad, la experiencia real del movimiento obrero probó hasta el cansancio que la lucha contra el fascismo no puede efectuarse sin una lucha contra el capitalismo en general. Contraponer el fascismo a los valores y las formas económicas y políticas liberales implica negar su unidad orgánica como dos momentos del desarrollo del capital.
En Brasil existe una clara continuidad entre la política económica del PT y la ejecutada por Bolsonaro. Para poner unos ejemplos, la producción de soja, commodity más importante de Brasil, tuvo su mayor despunte en los gobiernos del PT con un crecimiento continuo de 51, 919 440 toneladas en 2003 a 96, 394 820 en el 2016 (según la FAO). Mientras las hectáreas de producción de soja del 2006 al 2016 aumentaros de 22, 04 millones a 33, 15 millones (según la FAO). La producción total de granos para la agroexportación entre 1975 e 2017 que era de 38 millones de toneladas, creció más de 6 veces, hasta 236 millones despuntando principalmente en los gobiernos del PT (según el EMBRAPA). Es decir que hubo un crecimiento casi continuo de la agroexportación en los gobiernos petistas. Incluso, en el gobierno de Lula hubo mayor participación de los sectores de la industria en el PIB con un 23, 1% en el 2011 mientras que en el de Bolsonaro se redujo a un 18, 9% en el 2021 (según IBGE). Si la oposición entre fascismo y democracia debe desestimarse, es todavía más insostenible pensar en una disociación radical entre dos gestiones que, en lo fundamental, han mantenido el mismo programa económico en beneficio del agronegocio, el capital financiero y la burguesía industrial. La izquierda y el progresismo cierra los ojos ante los hechos y cae presa de las diferencias aparentes que existen entre Lula y Bolsonaro. La infame retórica y el cretinismo de este último, carácter rancio de la extrema derecha, no es más que una estrategia para capitalizar el descontento de los trabajadores frente a las limitaciones del “socialismo del siglo XXI” que caracterizó la experiencia petista.
Si admitiéramos que las diferencias entre los dos principales candidatos no son esenciales, pareciera sensato para los trabajadores optar por una “verdadera opción de izquierda” en el proceso electoral. De hecho, en los comicios brasileños abunda esta fauna electoral. Tratándose de distinguir del “lulo-petismo” encontramos las candidaturas del Partido Comunista Brasileño (PCB), la Unidad Popular (UP) y la del Polo Socialista Revolucionario (PSR). Estas organizaciones, más allá de sus matices, no parecen tener mayor objetivo que reemplazar al PT electoralmente y ejecutar, a partir del acceso a la maquinaria estatal, medidas aparentemente progresistas para los trabajadores. Sus prácticas, tan limitadas, como sus sueños de cumplir las llamadas “tareas democrático-burguesas” se justificarían porque el PT no habría realizado transformaciones sustanciales “traicionando” a los trabajadores. Se trata al fin de poner de cabeza al rey (capital), no de cortarle la cabeza.
Lo que subyace a este tipo de intervención política, por más que se enuncie una y otra vez que obedece a mediaciones tácticas, es una confianza ingenua en los mecanismos institucionales. Una fe pudorosa en la posibilidad de reformar lo irreformable o de consolidar conquistas que gradualmente modifiquen la balanza en favor de los trabajadores. El cuestionamiento del carácter de clase, del capital y el Estado, tan caro al comunismo, al que adscriben muchas de estas organizaciones, brilla por su ausencia. Han guardado en la gaveta El Manifiesto Comunista hasta el final del proceso electoral.
Es habitual que la priorización de la disputa institucional esté motivada por el oportunismo político y la obtención de beneficios económicos que brinda el acceso a la gestión del aparato estatal. Con todo, en el caso de muchas organizaciones que se reivindican de izquierda, esta opción “táctica” suele ser motivada por una evaluación equivocada del momento histórico y de las posibilidades reales de la actuación dentro del Estado. En medio de un proceso de decadencia social, económica y política generalizada a nivel global, conflictos bélicos con la participación de los principales bloques imperialistas, y una crisis de sobreacumulación sin resolución a la vista, llama la atención que los sectores que deberían encabezar la lucha contra el capitalismo no tengan nada más qué ofrecer a los trabajadores que ir a votar por la llamada “verdadera izquierda”. Aunque se llenen la boca con consignas grandilocuentes como “poder popular” o “socialismo”, en los hechos incurren en la afirmación del capital y sus formas políticas. En el contexto brasileño esta posición es todavía más deplorable. ¿Qué democracia van a defender los millones de proletarios que sufren desde siempre un Estado de excepción permanente en las favelas?
No deberá sorprender, entonces, que las masas desborden a los partidos y sindicatos como ocurrió en las manifestaciones del año 2013, cuando durante la gestión petista encabezada por Dilma Rousseff, millones de trabajadores irrumpieron en medio de las disputas interburguesas, colocando en evidencia que la única contradicción fundamental y real es la contradicción capital-trabajo. En aquel contexto, mientras el grueso de la izquierda reculaba en favor de la gestión petista, el ánimo radical de los trabajadores fue capitalizado por la demagogia derechista. Es decir, el engendro bolsonarista no es nada más que el resultado de la defensa ingenua de las instituciones burguesas practicadas por estos sectores electoreros atrapados en las redes democráticas. Es la dialéctica del capital en la política que solo cambia sus representantes. Sorprende que, aun después de estas experiencias, los agrupamientos que se identifican con los intereses del proletariado no puedan ir más allá de la crítica al PT. Esta, aunque fundamental, es insuficiente.
El parlamentarismo en las condiciones actuales no tiene otro papel que reducir el trabajo militante a un apéndice de la dinámica electoral. Dinámica democrática que es indisociable del interés capitalista y las exigencias de la valorización del valor. Subordina las energías de militantes honestos al curso infructuoso del juego institucional, en el que la burguesía siempre tiene la sartén por el mango. Obstruye el reconocimiento de la dominación de clase porque se presenta como una opción para mejorar algo sin ir a la raíz de los problemas. Cambio de la apariencia, mas no de la esencia.
La pregunta cae por su propio peso ¿qué hacer? Ser revolucionario significa comprenderse como momento del movimiento real de la clase, colaborando con sus autoesclarecimiento y sus procesos de lucha, es decir, concurrir en la acción colectiva del proletariado en la defensa de sus intereses de clase de manera irrestricta. En las condiciones actuales esto implica ir más allá de las trampas democrático burguesas agitando una posición abstencionista en el proceso electoral, pues ni la izquierda reformista, ni los críticos, ni mucho menos la extrema derecha, suponen una acción en sentido de negar radicalmente la dominación capitalista. Son, por tanto, una traba al desarrollo de la conciencia del proletariado y su papel revolucionario en la actual crisis capitalista. Nuestra consigna es, por tanto, la autoemancipación del proletariado a través de un proceso revolucionario más allá de las trampas democráticas de la burguesía.
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