martes, 15 de noviembre de 2016

Y los súbditos reclamaban contra su propia sombra. La campaña #NiUnaMenos, cuestionada


Pocas veces, como en la campaña #NiUnaMenos, se ha visto un despliegue tan perfecto de unanimidad democrática, en que la condición para participar es, literalmente, no pensar en lo que se está haciendo.

¿Alguien en su sano juicio cree realmente que una marcha multituduinaria va a disuadir a los femicidas ocultos entre la masa de hombres que a diario se pierden de sí mismos en las urbes del capital?

No. En este momento ningún varón proclive al femicidio está reconsiderando sus ganas de violar y descuartizar a una muchacha; ningún hombre que odia a las mujeres se siente intimidado por la gran cantidad de marchantes del 19 de octubre. Y no: ninguna mujer debería sentirse más a salvo gracias a la campaña #NiUnaMenos. Si alguien creyó que esta campaña, con sus despliegues propagandísticos y sus marchas, iba a disuadir a los violadores y asesinos o induciría alguna reducción del riesgo de agresiones machistas, es que ya perdió la capacidad de pensar y sólo delira viendo sus propios deseos como fuerzas mágicas omnipotentes.

Dado que la marcha del 19 de octubre no va a disuadir a ningún femicida, y casi todo el mundo lo sabe, tenemos que preguntarnos para qué se marchó entonces. Es simple: por una necesidad de catarsis colectiva. Porque las recurrentes noticias de agresiones brutales contra mujeres producen una tensión emocional y psíquica insoportable que necesitamos liberar de alguna forma, ojalá acompañados, y sintiéndonos validados en nuestro malestar angustioso por lo que está pasando. Porque al no encontrar ninguna explicación razonable a la violencia que corroe la vida social, nos reunimos en grandes rebaños donde nos sentimos más seguros, más reconocidos y menos vulnerables que en el desierto helado de nuestras neuróticas relaciones personales.

Esta necesidad de catarsis no tiene nada de cuestionable, y quizás la pulsión gregaria que lleva a los humanos a buscar cobijo en los grandes rebaños, tampoco. Lo que es cuestionable es el efecto de unanimidad ideológica que esto genera: cuando miles o millones de personas están de acuerdo en sentir la misma necesidad de catarsis, rápidamente se aferran a patrones mentales estereotipados y simples que les ofrezcan una explicación sencilla para su propia conducta. Y una vez que han llegado a acuerdo sobre esa explicación simplificada, aumentan su sensación de seguridad al saberse portadores de una ortodoxia defendida por la mayoría. A partir de ahí, cualquiera que piense diferente y lo diga se vuelve candidato al linchamiento ideológico.

El mismo efecto de adhesión gregaria que antes se conseguía coreando "El que no salta es Pinochet", hoy se obtiene agitando la figura peligrosamente ambigua del "macho", que en rigor puede ser cualquiera que no muestre un acuerdo sumiso y entusiasta con las ilusiones de la mayoría. La condición para no ser condenado y lapidado -democráticamente, por supuesto, es decir en modo figurativo-, es nunca hablar del machismo o la violencia de género como si tuvieran alguna relación con otros aspectos de la vida real. Lo que hay que creer y repetir para ser aceptado por la masa es ésto: el machismo y la violencia de género son fenómenos tan profundamente arraigados en el ser del hombre, tan independientes de cualquier cosa que no sea el hecho de tener unos testículos entre las piernas, que cualquiera que intente relacionarlo con el sistema productor de mercancías, con la existencia de clases sociales, con el trabajo asalariado, con el Estado y con la alienación... tiene que ser, sin duda, un macho tratando de hacer aceptables sus propias ganas de quemar viva a una jovencita. La presión psicológica ejercida por la masa es tan poderosa que, al igual que en las procesiones religiosas de antaño convenía darse latigazos en la espalda o andar de rodillas frente al público para despejar cualquier sospecha de impiedad, hoy día a los hombres les conviene escenificar cualquier performance -ojalá lo más colorida,
inofensiva y simpática posible- para no perder el favor de las feministas y del público en general. No importa que en ese empeño terminen marchando juntos, cantando juntos y codeándose a gusto anarquistas revolucionarios con diputados socialdemócratas, feministas de derecha con comuneros mapuche, insurreccionalistas con cristianos progres... lo único que importa es demostrarle a todos que estamos de acuerdo en lo fundamental: a veces hay que guardarse las críticas y callarse la boca.

Las similitudes entre este clima de unanimidad represiva y el antifascismo de los años 30, son evidentes. En esa época, también, la aparición de un enemigo atroz identificado con el mal absoluto, sirvió a los amigos del capital para desactivar todas las expresiones de malestar social, canalizándolas detrás de unos reclamos que sólo reforzaban el poder del Estado y el orden de la explotación. Frente a la amenaza del fascismo, quienes hablaban de revolución social, de comunismo, de anarquía, fueron vistos primero como dementes y pronto como cómplices de Hitler y de Mussolini. En Chile, esta lógica seguía operando en tiempos de la UP, cuando la masa arrebañada prohibía cualquier crítica al gobierno de Allende acusando a los críticos de ser agentes del imperialismo.

Hoy, sin ir más lejos, la izquierda gobierna neutralizando las críticas bajo el pretexto de que todo el que la critique "le hace el juego a la derecha". Lo que está operando en el discurso feminista de masas, hoy día, es el mismo mecanismo de neutralización: no critiques, no problematices, o sea, no pienses, si no quieres caer bajo la sospecha de ser un "macho", un "violento", al fin y al cabo un potencial asesino de mujeres.

Pero tanta catarsis, tanta sublimación de tensiones psíquicas y tanta algarabía ciudadana-democrática, no pueden agotarse en sí mismas. Todo esto tiene un efecto político tan sencillo como eficaz: reforzar el poder de las estructuras que aseguran la dominación, fortalecer al Estado. ¿Por qué? Porque, dado que la marcha de ayer no ejercerá ninguna influencia directa sobre las actitudes de los femicidas ni de sus futuras víctimas, su único sentido práctico (aparte de la catarsis emocional) es, como lo es el de todas las marchas, enviarle un mensaje al poder. El mensaje es el siguiente:

“Exigimos nuestro derecho a que no se maltrate ni asesine a las mujeres. Este derecho, como todos los derechos, no es nada si no se lo hace valer, y sólo puede hacerlo valer quien tiene los medios prácticos para ello. Esos medios prácticos son medios de fuerza, medios que finalmente obliguen a los agresores a desistir de su violencia. El único que posee esos medios es el Estado, con sus policías, sus tribunales, sus psiquiátricos, sus sistemas de castigo y de vigilancia. Y aun cuando entre nosotros hay algunos que no le concedemos ninguna autoridad moral al Estado, reconocemos que sólo él puede darnos la protección jurídica que necesitamos, por eso exigimos al Estado que use sus medios de fuerza para garantizar el derecho de las mujeres a no ser abusadas.”

El #NiUnaMenos vociferado ayer por miles de personas en la calle y a través de sus cuentas de Facebook y Twitter, significa, entonces, ni más ni menos que esto:

"Nosotros, unánimemente indignados por la violencia de género, nos declaramos impotentes, perdidos e incapaces de hacernos cargo por nosotros mismos de esta violencia, lo cual requeriría que formemos una comunidad humana que en realidad no sabemos cómo formar, pues para ello tendríamos que criticar el contenido de nuestras propias vidas sometidas al trabajo asalariado, a la extorsión política, a la manipulación psíquica y emocional a través de los medios, al sinsentido de una vida que debemos comprar y vender. Nosotros, ciudadanos unánimemente indignados, hemos salido a la calle para sentirnos en compañía de nuestros iguales, y todos juntos nos hemos arrodillado una vez más frente a ti, Estado, consagrando así nuestra debilidad y nuestro extravío, el mismo que llenándonos de odio y frustración hacia nosotros mismos y hacia nuestros semejantes, nos convierte en potenciales asesinos y en víctimas disponibles para tantas pequeñas masacres."

La marcha del 19 de octubre fue, en fin, una rogativa hecha por los ciudadanos al Estado para que éste les proteja  de sí mismos. Ya que en medio de esa masa anónima de marchantes con rostros pintados, bailarines sonrientes y portadores de lienzos y banderas, en medio de la soledad generalizada de esa no-comunidad humana, nadie sabe realmente dónde están los torturadores y femicidas de mañana, ni sus víctimas.

A. U. 

# Octubre de 2016, Anónimo.
# Santiago de Chile

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