por Luther Blisset
21 de agosto 2022, Chile
Se
sabe que una posición política es falsa cuando sus defensores sólo
pueden responder a la crítica adulterándola, y caricaturizando a quienes
la plantean. Para no caer en el mismo error, partamos reconociendo que
entre los partidarios del Apruebo hay de todo: desde el pragmatismo frío
y calculador de los políticos burgueses, hasta el pragmatismo irónico
de los izquierdistas derrotados, arribistas y sin imaginación, pasando
por una heterogénea hinchada que incluye a realistas apáticos,
obedientes desganados, entusiastas ingenuos, frívolos irresponsables y
muchos otros elementos imposibles de clasificar.
Dentro
de ese amplio espectro, está el Apruebista de Primera Línea (APL), ese
que se dedica principalmente a defender el plebiscito de las críticas
venidas desde sectores anticapitalistas. Este es el tipo de apruebista
que nos interesa acá, porque es el que no sabe responder a las críticas a
menos que las tergiverse y haga una caricatura de quienes las plantean.
Vamos a analizar el procedimiento de adulteración que el APL utiliza de
forma estandarizada contra sus críticos, y así veremos que en realidad
sus “argumentos” son dardos lanzados contra un monigote que sólo existe
en su imaginación. Cuando el APL lanza esas acusaciones, incurre en lo
que en filosofía y psicología se conoce como “falacia del hombre de
paja”.
¿Un modo de producción abolido por decreto?
El
primer recurso desesperado del APL consiste en caricaturizar a los
críticos como imbéciles que si desaprueban la nueva constitución es
porque han descubierto que ésta no va a desmantelar el capitalismo. Este
es un recurso infame, porque la realidad es que en el difuso campo del
anticapitalismo actual, nadie en su sano juicio piensa que de ésta o de
cualquier otra constitución democrática se pueda esperar que ponga fin
al modo de producción capitalista. Si alguien insinuara tal disparate,
discutirlo sería una pérdida de tiempo. El punto es que no hay
anticapitalistas afirmando tal cosa, por lo tanto ese “contra-argumento”
del APL no es más que un distractor: busca desviar la atención hacia
una discrepancia falsa y sin consecuencias.
Si
hay anticapitalistas que desaprueban la nueva constitución, no es
porque estén decepcionados al descubrir que esta carta magna no les va a
ahorrar el duro trabajo de abolir el capitalismo. La desaprueban porque
piensan que ni a corto, mediano o largo plazo, ni en sentido táctico ni
estratégico, ni material ni simbólicamente, representa ninguna mejoría o
ventaja ni siquiera en lo tocante a las condiciones de vida inmediatas o
a las capacidades de lucha elementales de la clase trabajadora. Esto,
ciertamente, está muy lejos de cualquier creencia ingenua en que una
constitución podría contribuir a abolir el capitalismo. En vez de
caricaturizar a sus críticos por un delirio que ellos nunca han
manifestado, el APL más bien debería ofrecer algún argumento que
respalde su estrafalaria idea de que la nueva constitución favorecerá de
alguna manera las condiciones de vida inmediatas o las capacidades de
lucha del proletariado. Hasta ahora no ha ofrecido ninguno, ni
remotamente.
Otro
procedimiento que el APL utiliza es afirmar que si un anticapitalista
desaprueba la nueva constitución, es porque cree que lo único válido
sería lanzarse a la conquista armada del poder estatal, sin preámbulos
ni mediaciones. Esta caricatura es incluso más idiota que la anterior,
por dos razones. Primero, porque sólo un idiota podría creer que en las
actuales condiciones sociohistóricas, en ausencia de un movimiento
social revolucionario y de un partido putchista,
exista la más remota posibilidad de esa toma brusca del poder. Pero
incluso si admitimos que hay uno que otro subnormal por ahí planeando un
asalto al palacio de invierno para el próximo verano, lo cierto es que
en el campo anticapitalista lo que predomina hoy en día es un extendido
escepticismo respecto de la fórmula bolchevique, una relativa
indiferencia hacia un poder político visto como vacío y sólo funcional a
la dominación burguesa, y una empecinada atención al contenido social
de un anticapitalismo concebido como horizontal, proliferante y
descentralizado.
Los
anticapitalistas que desaprueban la nueva constitución no la
desaprueban porque ésta los vaya a desviar de una inverosímil conquista
del poder estatal, sino porque ofrece un mísero sustituto ilusorio del
acceso a un poder que no está donde dice estar. O sea: desaprueban la
nueva constitución porque ésta es un reflejo engañoso de un espejismo.
Por la misma razón que La Moneda es el símbolo vacío de un poder que
está en otra parte, una constitución no es más que el papel mojado en
que se da aires de solemnidad un sistema que se define por
sistemáticamente desbordar y vaciar sus propios códigos normativos.
Una filantropía extraña
A
continuación, el Apruebista de Primera Línea acusa a los críticos de
creer que da lo mismo cuál de las dos opciones triunfe en el plebiscito.
Esto indicaría que son indiferentes a los beneficios que la nueva
constitución le traerá al pueblo y, lo más grave, sería una clara
muestra de que, en realidad, los anticapitalistas-que-no-aprueban son
seres tan fanáticos e ideologizados, que su duro y frío corazón se ha
vuelto completamente insensible a las penurias de la gente común.
Pasemos por alto la aburrida manipulación emocional que hay detrás de
este “argumento”, y concentrémonos en su inconsistencia lógica e
histórica.
En
realidad, lo que hay que discutir no es si da lo mismo o no el
resultado del plebiscito. La discusión que hay que dar es en qué
consisten los efectos sociales y políticos dispares que una u otra
opción tendrán. Una vez esbozados esos efectos, una vez asumido que una
opción o la otra conducen a escenarios políticos diferentes, lo que hay
que discernir es si de esto se desprende que todo proletario, poblador y
obrero debería imperiosamente tomar partido por una de esas opciones.
La respuesta de los anticapitalistas es no, y esto por una razón muy
sencilla: los escenarios políticos que se abren a partir de cada una de
las opciones plebiscitarias atañen fundamentalmente a la política hecha
por, para y desde los partidos políticos, en una arena institucional que
existe y está diseñada expresamente para esa política de élite y para
ninguna otra. En esa arena política el único papel que le cabe a los
proletarios, obreros y pobladores, es contemplar los matinales para
conocer las aventuras de los protagonistas políticos de turno, y
concurrir periódicamente a las urnas para manifestar su conformidad con
alguna de las alternativas ofrecidas.
Cuando
los apruebistas en general, y el APL en particular, se enfrentan a esta
evidencia que no pueden refutar, hacen aparecer dentro de su falacia
del hombre de paja un nuevo truco, la falacia circular. Dicen: “sí, es
una política donde el protagonismo lo tiene la élite y donde la élite
siempre se sale con la suya, pero sólo entrando en esa política podemos
quitarle protagonismo a la élite y salirnos con la nuestra”. Él ama
tanto al pueblo, y le desea el bien con tanto ardor, que ante la
evidencia de una biopolítica democrática que ha llevado la dominación de
clase a grados de eficacia hasta hace poco inimaginables, no se le
ocurre nada mejor que decirle al pueblo que no tiene más remedio que
integrarse en esa gestión totalitaria o perecer.
Las
referencias marxistas y el ejemplo de la Unidad Popular que el APL saca
a relucir en esta parte de la discusión, quizás serían aceptables si no
estuviéramos inmersos en una distopía biotecnopolítica que en tiempos
de Lenin y de Allende sólo los escritores de ciencia ficción podían
imaginar. En cambio, para poder esgrimir su falacia circular como si
fuera un argumento de peso, el APL está obligado a olvidar por un
momento el mundo en que vive, borrar cualquier idea sobre
reestructuración capitalista, post-fordismo y subsunción real, y así
poder trasladarse en su imaginación a 1920 o 1970, donde el resultado
del plebiscito probablemente alteraría de un modo significativo las
vidas de los votantes. Hay que tener esto en cuenta cuando el Ministerio
de la Verdad deja caer sobre todos nosotros una espesa neblina de
evocaciones emotivas que dejan la vaga impresión de que la coyuntura
actual se asemejaría al ascenso popular de 1970, con Apruebo Dignidad
evocando a la Unidad Popular, con Boric encarnando a Allende, y con el 4
de septiembre siendo… bueno, el 4 de septiembre.
El tiempo desarticulado
Ahora,
si nos adentramos en la fantasía ahistórica del Apruebista de Primera
Línea y nos quedamos por un momento acurrucados ahí con él, al poco rato
tendremos que admitir que al menos en una cosa tiene razón:
efectivamente, la nueva constitución establece derechos que no figuraban
en la constitución anterior. El APL considera esto una razón más que
suficiente para ver en la nueva constitución “un avance”. ¿Hacia dónde?
Nunca lo dice. Pero asumamos que está pensando en una una sociedad más
justa, más equitativa, más humana, etc. Cuando al APL se le pide alguna
evidencia que respalde, aunque sea tenuemente, esa expectativa tan
optimista, nos responde que dentro del capitalismo ha habido períodos
muy malos para la clase obrera, y otros no tan malos. Un período no tan
malo sería, por ejemplo, la época en que el gobierno del Frente Popular
propició los derechos de los trabajadores, leyes de protección social,
la educación pública y una economía nacional. Por razones similares, el
gobierno de la Unidad Popular sería un período mejor que, digamos, el de
González Videla o el de la junta militar de Pinochet.
El
APL piensa, entonces, que si la nueva constitución entra en vigencia,
esto podría significa para el pueblo un período mejor que el actual,
dado que gozará de más derechos que hoy. Ahora bien, un rápido vistazo a
la historia moderna nos enseña que el movimiento de la acumulación
capitalista es al mismo tiempo una alternancia cíclica entre períodos de
bonanza y períodos de penuria para la clase trabajadora. Cada fase de
prosperidad económica es seguida por una fase de ruina, con la misma
regularidad que cada fase de permisividad liberal es seguida por un
período de autoritarismo represivo. Como sea, todos los indicadores
señalan que esta progresión cíclica ha implicado -y seguirá implicando- a
la larga un deterioro paulatino de las condiciones de vida de la
mayoría de la población, un empobrecimiento relativo creciente, y la
destrucción de la biosfera. Pero seamos generosos, omitamos dicha
tendencia apocalíptica y supongamos que la alternancia seguirá dándose
en el futuro tal como se ha venido dando hasta hoy. En ese caso,
abanderarse con una política presumiendo que nos llevará a un período de
bonanza es inútil si eso no forma parte de una estrategia que prevea
cómo los usuarios de esos derechos los preservarán cuando el péndulo
vuelva a oscilar, o cómo esos derechos les ayudarán a poner fin a la
eterna oscilación pendular entre prosperidad y miseria, entre democracia
y dictadura.
¿Hay
algún partidario del Apruebo que esté planteando una proyección
estratégica de ese tipo? No, no hay ninguno. Y si lo hubiera, tendría
que demostrar que, tal como se imagina, la ampliación de derechos
sociales conduce a un fortalecimiento de las capacidades de lucha y de
la autonomía de la clase obrera, lo cual está muy lejos de ser evidente.
Tienes derecho a pedir derechos
Porque, ¿qué es un derecho, al fin y al cabo? Es la expresión formal, codificada, de un ejercicio de la violencia.
Todo
derecho es siempre otorgado por un poder soberano: el acto mismo de
otorgar un derecho ratifica el poder soberano de quien lo otorga, y con
ello confirma la posición subordinada de quien lo recibe.
La
izquierda por lo general no ha prestado atención a las implicaciones
sociohistóricas de esta dinámica, porque nunca ha ido más allá del
marxismo vulgar del 1900. En efecto, hace un siglo la mayoría de los
marxistas habían leído tan pocas obras de Marx, y las habían leído tan
mal, que estaban seguros de que para superar el capitalismo bastaba con
distribuir mejor los resultados de la producción, sin cuestionar el
carácter alienado del proceso de producción mismo. Según esa óptica, la
subordinación política de los obreros era un mal inevitable que a lo
sumo se podía mitigar, o compensar mediante la elevación de su calidad
de vida efectuada por el estado socialista. El socialismo, por lo tanto,
era visto como una prolongación de los derechos que los trabajadores
hubieran logrado conquistar dentro del capitalismo.
Dado
el nivel de desarrollo de la clase obrera y el estado general de la
socialización en esa época, no es sorprendente que Lenin concibiera el
partido revolucionario como un instrumento para educar y conducir a los
obreros desde arriba, y que entendiera la lucha de los obreros por
arrancarle derechos al estado burgués como un medio idóneo para
construir ese instrumento. Por la misma razón, no hay que sorprenderse
de que Trotsky abogara por la militarización del trabajo industrial, que
Gramsci elogiara al taylorismo por alejar a los obreros del vicio, y
que en general -aunque con notables excepciones- la propia clase obrera
aceptara someterse a un poder político que decía representarla, a cambio
de trabajo, salud, educación, vivienda y jubilación aseguradas. Vamos, a
cambio de buenos y abundantes derechos.
El alfa y omega de la autoactividad proletaria
Esa
realidad histórica -hoy superada por un grado de socialización de las
fuerzas productivas que apenas si hemos empezado a entender- es la base
del marxismo vulgar que la mayoría de los izquierdistas sigue profesando
hoy, y que excluye a priori conceder alguna importancia a la autoactividad proletaria.
Ese anacronismo es, por cierto, la base epistemológica del Apruebista
de Primera Línea. Ahora bien, él en el fondo está consciente de que
basar una estrategia política en la dinámica social de hace cien años es
un poco problemático. Para escamotear ese fallo, deja entrever de
manera ambigua que si bien hoy la autoactividad proletaria es muy débil o
inexistente, en el futuro podría crecer y fortalecerse, pero que para
llegar a eso los proletarios, obreros y pobladores deben previamente
conquistar sus derechos sociales, arrebatándoselos al estado burgués.
Por eso es importante que en el próximo plebiscito triunfe la opción
Apruebo, compañero. Este llamado optimista parte, sin embargo, de una
suposición que no ha sido demostrada en lo más mínimo: la suposición de
que en el pasado la autoactividad de los proletarios fue posible porque
la burguesía antes les había concedido derechos.
Según
esta lógica, entonces, las numerosas tomas de terreno, huelgas y
formaciones militantes de los años 40, 50 y 60, habrían sido un efecto
más o menos directo de las políticas sociales impulsadas por Alessandri y
Pedro Aguirre Cerda. Asimismo, en 1972 los Cordones Industriales y
Comandos Comunales, los comités y coordinadoras del poder popular,
habrían sido posibles gracias a las políticas públicas del gobierno de
Allende; mientras que la movilización de masas de los años 80 contra el
régimen de Pinochet y la rebelión social del 2019 serían secuelas de
derechos conquistados con anterioridad (?). Desde luego, podemos
preguntarnos de dónde saca el Apruebista de Primera Línea esta extraña
causalidad, en que los derechos otorgados por la burguesía serían la
fuente de la fuerza y autonomía de los trabajadores. Para ser francos,
ese razonamiento es una falacia causal: ve una
causalidad allí donde sólo hay una correlación, o bien atribuye un poder
causal a lo que sólo es una consecuencia de otra cosa. De acuerdo con
esta falacia, la fuerza y autonomía proletaria serían resultado de los
derechos concedidos de buena o mala gana por la burguesía, y la lucha
por obtener esos derechos sería la garantía de que los proletarios ganen
fuerza y autonomía.
Pues
bien, la única forma de salir de una falacia de causa circular, es
introducir un tercer término o ampliar la acepción de los términos
implicados. Partamos introduciendo un tercer término: la crisis
periódica de la acumulación capitalista, debida al aumento de la
plusvalía relativa y a la reducción de la tasa de ganancia. Una vez
introducido este elemento, las fases intermitentes de prosperidad y
penuria de la clase obrera se explican como consecuencia de la necesaria
y periódica reestructuración de la relación de explotación. Tanto la
ampliación de derechos sociales como su contracción aparecen entonces
como resultado de la correlación de fuerzas que opera en la implicación
recíproca entre capitalistas y trabajadores, siendo esa correlación de
fuerzas a veces favorable a unos, a veces favorable a otros, dependiendo
esto de innumerables factores contingentes.
Por
lo tanto, la vigencia o no de tales derechos -que, recordémoslo, son
meras formalizaciones codificadas del ejercicio de una violencia
soberana- no es la causa de una correlación de fuerzas dada, sino su consecuencia.
Debido a que en un momento dado de la relación de explotación la clase
trabajadora despliega una potencia independiente y disruptiva, la
burguesía le otorga derechos que codifican la relación tal como se
presentó en ese momento, a fin de cristalizar la situación y hacerla
gobernable. Si las crisis periódicas no fueran codificadas en términos
de derechos, la burguesía sería incapaz de proyectar estrategias de
gobierno a largo plazo, ni de reestructurar la relación de explotación
para restaurar la tasa de ganancia y proseguir la acumulación de
capital.
Tener
en cuenta esta dinámica material nos permite comprender de manera más
amplia la autoactividad proletaria, con lo cual terminamos de romper la
falacia de causa circular. Si el otorgamiento de derechos por parte de
la burguesía es tan sólo un dispositivo de codificación y captura del
antagonismo de clases, entonces la obtención de esos derechos no puede
ser para los trabajadores un fin en sí mismo, y sólo bajo condiciones
muy específicas -que veremos más abajo- la lucha por derechos puede
operar algún tipo de sinergia con la autoactividad proletaria.
La autoactividad proletaria no puede nunca ser un simple medio
para obtener algo. En cuanto se convierte en medio para algo más, se
enajena. Es decir: la única forma de que los proletarios experimenten
algo que no sea alienación, es desplegando su actividad como un fin en
sí mismo. A la inversa, cada vez que su propia actividad se les presenta
como un medio para obtener derechos, recursos
escasos o cualquier otra cosa, están reproduciendo su propia alienación.
Cuando los proletarios sustituyen la lucha directa por sus intereses
vitales por una lucha indirecta en pos de derechos otorgados por la
burguesía, sólo replican en la esfera de la representación política la
alienación que ya han naturalizado en la esfera de la producción.
Cómo convertir la autoactividad en alienación
Hasta
ahora, cuando los proletarios encuentran la necesidad de trascender los
límites espacio-temporales de sus luchas, terminan de un modo u otro
traduciéndolas a los términos de la política burguesa, de la
representación abstracta, de la soberanía abdicada. Por el contrario, la
única forma en que la lucha puede trascender sus límites sin volverse
actividad alienada, es extendiéndose en el tiempo y el espacio,
proliferando, vinculándose a otras luchas en tanto lucha directa por apropiarse de la materialidad del mundo.
Por
supuesto, el interés supremo de la burguesía es que los proletarios
incurran incesantemente en la auto-alienación, que no puedan concebir la
vida de otra manera, porque sólo así el estar separados de la tierra,
del proceso social de producción y de su propia potencia colectiva se
les puede aparecer como un hecho natural e inevitable.
Con
todo, y como mencionamos más arriba, hay que atender al carácter
contradictorio de todo proceso social, y hacer la siguiente distinción:
en ocasiones la lucha por derechos puede tener como efecto colateral la
autoactividad proletaria, o ser simplemente la expresión formalizada de
una autoactividad ya consolidada. Esto es lo que ocurrió, por mencionar
un ejemplo, en la lucha de los negros contra la segregación racial en
EE.UU. durante la primera mitad del siglo XX, lucha que propició la
formación de comunidades organizadas que a la larga desembocaron en un
movimiento revolucionario de masas. Por el contrario, la lucha por
derechos que se reduce a una mera concurrencia electoral, no contiene ni
el más mínimo rastro de autoactividad, ni como factor subyacente previo
ni como efecto secundario. En tal situación, la causa a favor de los
derechos se vuelve en contra de sus propios defensores: en vez de
propiciar la autoactividad proletaria, lo que hace es amplificar y
profundizar los alcances de su actividad alienada. En vez de fortalecer
la confianza de los proletarios en sus propias capacidades, poniéndolas a
prueba en la lucha directa, traslada esa confianza al estado de la
burguesía, y a su capacidad para otorgarnos mejoras ahorrándonos la
necesidad de luchar por nosotros mismos.
El
Apruebista de Primera Línea suele insistir en que una cosa no quita la
otra: afirma que la concurrencia electoral no impide en absoluto
organizarse y luchar directamente y con autonomía. De nuevo, para
afirmar esto tiene que borrar la historia, plagada de ejemplos en que la
autoactividad proletaria alcanzó niveles altamente disruptivos para a
continuación ser sofocada por medio de represión directa, y por último
apaciguada mediante salidas institucionales en que a los proletarios se
les ofreció remediar sus males de manera mucho más cómoda y segura que
la peligrosa e impredecible autoactividad… simplemente concurriendo a
votar.
Aún
si concediéramos al APL que no hay contradicción entre la autoactividad
proletaria y abanderarse por un plebiscito convocado por la burguesía,
todavía tendríamos que averiguar por qué él se empeña en levantar esa
bandera, la misma bandera que la burguesía ya está levantando con sus
abundantes recursos materiales y simbólicos. ¿No haría mejor nuestro
proletario apruebista en dejar que la burguesía haga su trabajo,
mientras él se dedica apasionadamente a defender la causa de la
autoactividad proletaria?
El sentido de la vida y el mandato ascensional
La razón es que, habiendo interiorizado el mandato ascensional
que empapa hasta los huesos la socialización capitalista, teniendo los
ojos clavados en lo alto, sin poder quitar la vista del deslumbrante
poder ostentado por la burguesía, el Apruebista de Primera Línea es
incapaz de identificarse con la autoactividad de su clase, y así queda
condenado a identificarse con la autoactividad de la burguesía, es
decir, con el poder del Estado.
Esta
es la tragedia íntima del apruebista en general, y del APL en
particular: quiere identificarse con su clase social, la de los
explotados y oprimidos, pero no lo consigue porque en ella sólo ve
impotencia y miseria.
Dado
que ignora que los derechos son meras codificaciones burguesas de la
lucha de clases, ignora también que para la clase trabajadora la
obtención de derechos no puede ser nunca el foco principal de su lucha,
sino que sólo puede aparecer como un efecto posterior, eventualmente
beneficioso (aunque no siempre), de su lucha inmediata por condiciones
de existencia mejores. En otras palabras: ignora que si hay derechos, es
porque antes hubo una lucha directa y autodeterminada de los
trabajadores en pos de sus intereses vitales. Lo que el APL no consigue
aprehender es que, pese a las apariencias, el corazón de la lucha de las
personas comunes no es la ganancia que ellas obtienen, sino el hecho
mismo de luchar, el hecho de desplegar juntos sus propias potencias
vitales en pos de algo que necesitan y quieren.
Por
supuesto, todos aquí necesitamos de una buena provisión de salud,
alimentación adecuada, viviendas confortables, aprendizajes
significativos… pero por sobre todo, para que todo eso tenga sentido, lo
que necesitamos es autodeterminar nuestra propia actividad, ser dueños
de nuestro destino. La necesidad de sentido es la necesidad más elevada
del ser humano, la única que nos permite contemplar la existencia animal
desde el ángulo de una existencia que no es del todo animal. A eso se
refería Marx cuando escribió que la forma de vida capitalista nos reduce
a la animalidad, mientras hace de nuestra potencia humana una fuerza
hostil y un espectáculo distante. A eso se refería cuando escribió que
los obreros necesitan pan, pero sobre todo necesitan respeto.
Esto
no es filosofía libresca, es una cuestión de sentido común. En el fondo
todo el mundo lo sabe. Es por eso que en la rebelión del 2019 las
consignas que invocaban dignidad y respeto predominaron sobre las que
reclamaban mejoras económicas puntuales. Dignidad, respeto,
autodeterminación. En una palabra: autoactividad.
Tal es el foco principal para los proletarios, y lo es porque todos se
dan cuenta, sin necesidad de leer demasiados libros, de que sólo así se
sale de la alienación. Podemos tener hospitales y escuelas bien
equipadas, viviendas amplias y bien calefaccionadas, jubilaciones
generosas, y aún así sobrevivir en medio de una alienación abominable
(¿cuáles son los países con tasas de suicidio más altas del mundo?).
Pero cuando el foco de la lucha es la autoactividad y la
autodeterminación, entonces la consecuencia obvia es que cosas como la
salud, la educación, la vivienda, la vejez, dejan de ser vistos como
“derechos” otorgados por la burguesía, y pasan a ser redefinidas
libremente en términos de apropiación directa de las condiciones de
existencia (la famosa “expropiación de los expropiadores”).
Si
algo ha aprendido la burguesía de la lucha de clases del último siglo,
es que está obligada a definir el destino de las clases explotadas en
términos de “superación de la pobreza”, con tal de que ellas no definan
su propio destino en términos de autoemancipación. En cuanto la lucha de
clases es concebida como superación de la pobreza, entonces sucede que
la socialización misma, y toda lucha por mejores condiciones de vida,
son determinadas por un inconsciente mandato ascensional, una
irresistible pulsión hacia la movilidad social. Ya no se trata de la
libertad para transformar el orden dado, suprimir el capitalismo y
reemplazarlo por un orden diferente; en cambio, de lo que se trata es de
progresar, ascender, integrarse, obtener reconocimiento… dentro de
este orden de cosas. La codificación de todo antagonismo, de toda
lucha, en términos de derechos a ser reclamados y otorgados, consuma
esta clausura de la imaginación política en torno al mandato
ascensional, quedando así atascada la lucha de clases en una eterna
auto-replicación que no produce jamás los elementos de su propia
superación revolucionaria.
Este
atascamiento histórico no puede ser alterado por la ampliación de
derechos, porque es la misma traducción del conflicto social al lenguaje
de los derechos lo que atasca la dialéctica de la lucha de clases.
Necesitamos romper la dinámica de la alienación social, pero esa ruptura
no depende del ejercicio de derecho alguno. Lo que abre grietas en la
alienación es la experiencia de la autoactividad, y sólo hay una forma
de tener esa experiencia y de aprender a amplificarla: a través de la
lucha directa por los intereses vitales. Quienes ponen en primer lugar
el reclamo de derechos sociales, insinuando que la autoactividad
aparecería a posteriori como resultado de esos derechos, invierten
completamente los términos del problema, y con ello sólo demuestran una
cosa: que en su visión del mundo, el factor determinante de los cambios
sociales es el poder de la burguesía.
Razonan
así: “si votamos Apruebo, entonces la burguesía tendrá que concedernos
una apetecible lista de derechos -salud, educación, vivienda-, y gracias
a eso nos haremos más saludables, más educados y más autónomos, y
podremos así luchar por nuestra emancipación”. Aún cuando esa relación
causal es, como ya demostramos, una falacia que no encuentra sustento ni
en la historia ni en el presente, al Apruebista de Primera Línea la
otra alternativa, “luchemos por nuestros intereses inmediatos y que la
burguesía se defienda como pueda codificando derechos”, no se les ocurre
ni por asomo.
Que apaguen solos sus incendios
La
objeción más torpe de los Apruebistas de Primera Línea es la de que los
anticapitalistas piensan que la clase trabajadora no debería luchar por
reformas. Lo cierto es que por más que uno busque, hoy en día uno no
encuentra por ninguna parte a esos imaginarios anticapitalistas enemigos
de las reformas. Ese hombre de paja, que los apruebistas acaban de
tomar prestado de unas controversias políticas vulgares y ya superadas
hace décadas, simplemente no existe: nadie está diciendo que el motivo
para desaprobar la nueva constitución sea que “las reformas son malas”.
De nuevo, si en la actualidad hay algo así como un sentido común
anticapitalista -por difuso que sea-, éste está mucho más cerca de las
opiniones de Rosa Luxemburgo sobre la dialéctica reforma/revolución, que
de las rabietas de los nihilistas asociales.
Por
supuesto que si en el próximo plebiscito estuviera efectivamente en
juego una lucha por reformas, se podría reprochar a los anticapitalistas
que se resten de esa lucha emprendida valerosa y realistamente por la
clase trabajadora. El problema -y esto sí que es ser realista- es que el
plebiscito no implica en absoluto lucha alguna.
Acudir a votar el día de elecciones no es un tipo de lucha, es
simplemente concurrencia electoral; así como presentarse a trabajar en
el turno de la mañana no es participar en la lucha de clases, es sólo
concurrir a la competencia económica. La idea de que el contenido
explícito de la nueva constitución demandará la apertura de un ciclo de
reformas, y que ese ciclo de reformas suscitará la lucha de la clase
trabajadora, es una conjetura infundada, por decir lo menos. Más
precisamente: la primera mitad de la conjetura es cierta, porque la
nueva constitución sí obligará al poder legislativo a reformar una serie
de cuestiones. Pero la segunda mitad de la conjetura es completamente
falsa: tal agenda legislativa no tiene por qué suscitar algún tipo de
lucha por parte de los trabajadores y el pueblo. Quienes se imaginan que
así sucederá, viven en un mundo de fantasía. En ese mundo imaginario,
fueron los estudiantes universitarios los que iniciaron una lucha para
derogar la ley LOCE, la que finalmente empujó a los secundarios a
reclamar por el pase escolar y formar la ACES. En ese universo
alternativo de los apruebistas, las comunidades mapuche primero
demandaron una ley de reparación, y sólo como consecuencia de ello
terminaron ocupando las tierras usurpadas. Y en ese mundo de fábula, los
habitantes de las zonas de sacrificio partieron pidiéndole al Congreso
que promulgara buenas leyes ambientales, y sólo después de no ser
escuchados decidieron bloquear las carreteras y tomarse sus territorios
para expulsar a las empresas contaminantes.
La
realidad es completamente opuesta a esas fantasías: en los últimos
veinte años todas las oleadas de lucha popular en Chile tuvieron su
origen en exigencias materiales inmediatas, y sólo después de haber sido
reprimidas y canalizadas por los partidos progresistas dieron lugar a
agendas legislativas de reforma. Y más importante aún: todos esos ciclos
de lucha partieron afirmando la autoactividad proletaria como principal
agente de cambio, y en todas ellas su canalización institucional y
legislativa tuvo el efecto de neutralizar esa autoactividad,
interrumpiendo el ciclo de aprendizaje de la lucha directa y la
independencia de las comunidades afectadas.
Desde
luego, esto no significa que las reformas sean fútiles o innecesarias.
El punto es el mismo que ya enunciamos más arriba: a los proletarios lo
único que les concierne es su propia autoactividad. En cuanto se confían
a sus propias fuerzas y luchan de manera intransigente por sus
condiciones de vida, lo demás viene por sí solo. Para decirlo de otra
manera: de las reformas, de la legislación, de los ajustes
institucionales que permiten superar una crisis cualquiera, se ocupan
perfectamente bien los agentes de la burguesía. Por más que esos ajustes
y reformas terminen a veces mitigando los males que aquejan al pueblo,
al pueblo no le atañen más que como capitulaciones parciales de la
burguesía, siempre reversibles y precarias. Los proletarios ya tienen
bastante de qué ocuparse con la colosal tarea de sacudirse de encima la
socialización alienante en la que están inmersos a diario, como para
además ir en auxilio de la burguesía cuando ésta se ve obligada a
reformar tal o cual cuestión a fin de apagar un incendio. Reformas, sí,
siempre y cuando llevarlas a cabo no exija subordinar la autoactividad
proletaria a la agenda del estado.
Lo obvio inconfesable
Precisamente,
la subordinación de la actividad proletaria a la agenda política
burguesa, es lo que el actual ciclo de reforma ha puesto a la orden del
día. Si a comienzos de noviembre del 2019 varias coordinadoras de
asambleas territoriales se planteaban impulsar un proceso constituyente
basado en su propio poder soberano, todo lo que estranguló ese proyecto y
lo que vino después -represión sangrienta, rearme político transversal
de la burguesía, estado de excepción sanitario, militarización, medidas
económicas de apaciguamiento- buscó reducir la autoactividad proletaria a
algo irrelevante e innecesario, y tuvo éxito.
El
plebiscito de septiembre es simplemente el hito culminante de un ciclo
electoral que en estos dos años se puso en marcha para reajustar el
caduco sistema de representación política, sin comprometer sus cimientos
socioeconómicos. Una operación de tal envergadura sólo era posible si
se frenaba en seco la rebelión social, reduciendo la movilidad de la
población, y sometiéndola a un bombardeo mediático incesante -una
auténtica operación de guerra psicológica-, todo esto sobre el trasfondo
de una brutal degradación de las condiciones de vida de la mayoría.
Dado el carácter represivo de todo este proceso de restauración del
orden, la defensa del plebiscito a través de la defensa del Apruebo
contiene ella misma una inconfensada inclinación represiva, que parte
por ignorar o relativizar la naturaleza fascista de este reordenamiento
político. Y es que tanto el plebiscito de septiembre como todos sus
antecedentes institucionales previos, así como las consecuencias
institucionales previstas a futuro, forman parte de un esfuerzo
sistemático de la burguesía por recuperar la iniciativa y destruir de
raíz la iniciativa y la autoactividad de las clases oprimidas en este
país.
Afirmar
que el plebiscito es una oportunidad para hacer reformas favorables al
pueblo, para obtener derechos y para “avanzar” (sin decir hacia dónde),
decir todo esto sin mencionar que estamos en medio de un ciclo de
restauración de la dominación de clase, sin mencionar que esta
restauración tiene un carácter fascista, y sin mencionar los cerrojos
que la propia restauración constitucional contiene para blindarse frente
a todo nuevo brote de autoactividad proletaria… En fin, hablar de las
reformas y de los derechos sociales que el triunfo del Apruebo traería,
sin referirse al fascismo que la izquierda progresista comanda al día de
hoy, y sin mencionar su contenido de clase, es hablar con un cadáver en
la boca. Ninguna cita de Lenin, de Marx o de cualquier otro clásico del
pensamiento revolucionario, y ninguna apelación a sentimientos piadosos
y paternalistas, puede endulzar ese hedor.