Una nueva conmemoración de las jornadas
de mayo de 1886 nos encuentra para recordar, compartir, conmovernos,
inspirarnos, debatir, reflexionar y agitar.
Nos encontramos otro 1° de mayo en la
lucha anticapitalista por la cual hace tantísimos años fueron ejecutados
a manos del Estado cinco compañeros y otros tres condenados a cadena
perpetua, conocidos luego como los “mártires de Chicago”.
La lucha anticapitalista es tan necesaria como ayer para quienes sufrimos el Capital en carne propia:
en cada jornada laboral, sea dentro o fuera de donde vivimos, con o sin
salario, con o sin horario fijo, cada vez que buscamos trabajo, cuando
padecemos las carencias, cada vez que nos relacionamos con otros seres
humanos mediados por el dinero que todo lo cosifica.
Desde hace siglos el proletariado libra
combates; sin embargo, aquellas jornadas de mayo en Chicago eran parte
de una lucha en la cual proletarios y proletarias se organizaban con una
perspectiva emancipatoria. George Engel, tipógrafo y anarquista
ahorcado en 1887 lo expresaba de esta manera: «Yo no combato
individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el
privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes
son sus enemigos y quiénes son sus amigos.»
Los compañeros de Chicago y el movimiento del cual formaban parte no lucharon simplemente por las ocho horas.
Cuando se referían a “ocho horas de trabajo, ocho de sueño y ocho de
recreación” no se referían al ocio que conocemos actualmente. Querían
recuperar ese tiempo para la agitación, el aprendizaje y para
confraternizar con sus pares.
Partimos de esta fecha que nos convoca
para proponer un breve recorrido a través de las transformaciones de la
sociedad capitalista y la incesante lucha por superarla.
El desarrollo industrial
A fines del siglo XVIII el Capital se
vuelca definitivamente a la producción y transforma profundamente los
procesos de trabajo reorganizándolos, tanto temporal como
geográficamente. En Inglaterra se observa patente toda la brutalidad de
esta dinámica social en sus inicios. Los propietarios de las fábricas
tenían poco éxito para reclutar mano de obra, para ello debían recorrer a
menudo largas distancias y privar a los futuros proletarios de sus
medios de vida, hacinándolos en las casas que conformarían los barrios
obreros.
La
constitución del ejército de reserva industrial conllevó, además del
despojo, una militarización del conjunto de la vida social. El
ludismo, “los destructores de máquinas”, junto a movimientos de
resistencia y revueltas fueron respuestas al hambre y la miseria que
comenzaba a reinar.
Para frenar a los luditas el Estado debió
modernizar su policía; pronto la destrucción de máquinas fue penada con
la muerte, mientras que el sindicalismo emergente era tolerado. Se
sancionaron leyes para regular tanto el trabajo como algunas libertades
civiles. Con esta oscilación entre la violencia y la reforma, el
progreso capitalista establecía un método para reconducir la ira de
aquellos esclavos modernos, cuyos ataques estaban dirigidos contra los
instrumentos materiales de producción y no hacían distinción alguna
entre las máquinas mismas y el modo en que eran usadas.
Expresiones luego mayoritarias de los
incipientes movimientos obrero y socialista comienzan a expresar gran fe
en la ciencia y la maquinaria, o por lo menos a afirmar su supuesta
neutralidad.
Las luchas contra la feroz avanzada
capitalista comenzaron a reproducirse a lo largo del mundo, muchas de
ellas con un claro contenido reformador al interior del capitalismo,
otras con una búsqueda más profunda de subversión del orden social.
Fruto de estas luchas surgió la Primera
Internacional o Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT). Fue a
partir de las luchas concretas que se desarrollaban, en la práctica
masiva de la clase y en el marco de las relaciones de fuerza existentes
en cada país, que se pudieron refutar o afirmar las influencias de las
distintas tendencias y rupturas. En ese sentido, la segunda mitad del siglo XIX constituye un período de aprendizajes y modificaciones de la lucha revolucionaria.
Los proletarios de diferentes países eran
arrojados al trabajo como también a combatir en una trinchera en defensa
de la patria. En esta situación de guerras nacionales y competencias
interburguesas, decidieron intentar actuar dejando a un lado las
fronteras nacionales y uniéndose para enfrentar a la burguesía como una
clase internacional.
En los estatutos inaugurales de la AIT nos
brindan un gran aporte: «La emancipación de los trabajadores será obra
de ellos mismos o no será». Es decir, para obtener el triunfo el
proletariado necesita de una acción común masiva, a la vez que producir
una teoría y una metodología revolucionaria que lo orienten en la lucha.
El gran objetivo: la abolición de las clases.
En la misma sentencia podemos leer también
que la lucha por «la emancipación de la clase obrera no es una lucha
por privilegios y monopolios de clase, sino por el establecimiento de
derechos y deberes iguales y por la abolición de todo privilegio de
clase.» Por primera vez el proletariado buscaba tener su propio proyecto
revolucionario al margen de la burguesía, pero lo hacía aún cargado de
las concepciones burguesas de la política. Si bien era el comienzo de
una búsqueda propia, se pensaba mayoritariamente como una continuidad de
la revolución francesa, que consideraban inconclusa. La igualdad de
derechos y deberes se concebía como un avance hacia el fin de la
explotación e incluso como un objetivo revolucionario, como una premisa
para la sociedad sin clases. Su “toma de la Bastilla” consistía en
vencer a una clase concebida como parasitaria, una guerra de un bando
contra otro para administrar y gestionar la misma sociedad, sólo que
bajo signo obrero.
En el primer congreso de 1866, en Ginebra,
la AIT declaraba que «la restricción de la jornada laboral es una
condición previa, sin la cual han de fracasar todos los demás esfuerzos
por la emancipación... Proponemos 8 horas de trabajo como límite legal
de la jornada laboral». Es decir, se planteaban reivindicaciones
concretas inmediatas con una perspectiva revolucionaria. Esta
perspectiva es la que fue asumida por trabajadores radicalizados en
muchas partes del mundo, tal es el caso del movimiento del que fueron
parte los mártires de Chicago.
Reestructuraciones
La
reducción de la jornada de trabajo fue el resultado de la lucha de
generaciones de proletarios, pero también fue ineludible para el Capital
que, a nivel internacional y por sus propias contradicciones internas,
estaba atentando contra la base misma de su reproducción. La
extensión sin límites de la jornada laboral estaba atacando la
reproducción y sobrevivencia de la fuerza de trabajo, de la fuente de
plusvalor. Al mismo tiempo que se reducía la jornada, el Capital se
transformaba logrando ampliar sus ganancias a partir de la ayuda de la
ciencia, con la introducción de maquinarias, disminuyendo el tiempo de
producción de las mercancías e intensificando la explotación del
trabajo. No obstante es preciso destacar que, ayer como hoy, mientras en
algunos países se moderniza, en otros se continúa requiriendo del
saqueo y el trabajo esclavo.
En el caso de
Argentina, la ley que regulaba las ocho horas se promulgó en 1929, ya
como legislación necesaria de la modernización capitalista y su propia
regulación. Este ejemplo local evidencia, junto a tantos otros en
la historia y en el mundo, que aquello que en un momento puede ser un
objetivo de lucha, un ataque directo a la ganancia, una necesidad
inmediata impostergable e incluso dinamizadora de potentes expresiones
revolucionarias, en otro puede ser simplemente un derecho otorgado para
lubricar la maquinaria capitalista.
Esto no significa un desprecio hacia las
luchas pasadas, sino un intento por comprenderlas, por poner en tensión
aquello considerado una conquista, su relación con una perspectiva de
transformación revolucionaria o de reforma al interior del desarrollo
capitalista.
Justamente durante las tres primeras
décadas del siglo XX el proletariado en Argentina llevó adelante una
intensa agitación social. Su máxima expresión se cristalizó en la FORA,
con su gremialismo anarquista y sus innumerables iniciativas de
propaganda y agitación social, cuya finalidad revolucionaria se
orientaba hacia la concreción del comunismo anárquico.
En este contexto la respuesta del Estado
argentino a los reclamos sociales y las luchas en curso, ya sea en la
ciudad como en el campo, fue siempre la represión, la cárcel, el
destierro o la muerte. Ninguna mejora en la vida social fue obtenida sin
oponer fuerza a la fuerza y, cuando las energías proletarias se
dispersaban, se perdía rápidamente lo conquistado.
Debido quizás a las características
geográficas y de organización productiva del país, así como a la fuerte
orientación anarquista de federalismo y autonomía en el seno del
proletariado, este no realizó una campaña homogénea respecto de la
jornada laboral, aunque sí hubo infinidad de huelgas y luchas al
respecto.
De la mano dura de la represión se afianzó
un proceso de fuerte integración del proletariado en el capitalismo.
Esto implica toda una serie de transformaciones en la vida social, en el
Estado y sus legislaciones, así como en las organizaciones del
proletariado y el contenido de sus luchas. En Argentina es justamente a
partir de la década del ‘30 que se cimienta, sobre la derrota de las
expresiones revolucionarias, el reformismo sindical y parlamentario que
dará luego lugar al peronismo.
Cuando hablamos de integración comúnmente
se interpreta un fenómeno ideológico o relativo a la conciencia, algo
así como una cooptación, como un engaño o persuasión. Pero nos
referimos a las condiciones materiales de existencia: la profundización
de la integración de la reproducción de la clase proletaria en la
reproducción del Capital, basada fundamentalmente en el desarrollo de la
industria y sus elevados niveles de productividad. Este proceso
claramente excede lo local y su expresión máxima es aquello que se ha
denominado “la edad dorada” del capitalismo, entre el final de la
segunda guerra mundial y los años ‘70 con su aumento en los niveles de
producción y consumo, con su “Estado de bienestar”.
Los métodos de producción predominantes de
este período, junto a una serie de medidas políticas que se
implementaron en gran número de países, constituyeron lo que se conoció
como el modelo fordista-keynesiano. Como siempre, en el capitalismo
conviven diferentes realidades y formas de producción entre las
diferentes regiones e incluso en una misma región; por ello tratamos de
analizar brevemente sus aspectos determinantes, para acercarnos a la
comprensión de las dinámicas sociales, y por ende de lucha, generales en
cada momento.
El aumento
sostenido de la tasa de ganancia durante varias décadas y el aumento
(claramente no en la misma proporción) de los salarios en muchas ramas
de la producción posibilitó una pacificación social donde los
sindicatos cumplieron un rol importante. Esta situación que podemos
comprender como un “pacto de productividad” entre el Capital y el
trabajo reforzó el proceso de integración del proletariado. Sin embargo,
las barreras puestas por la propia valorización capitalista aparecen
una y otra vez. La aceleración de fenómenos como el aumento de la
composición orgánica del Capital y la tendencia decreciente de la tasa
de ganancia pusieron en crisis el modelo de desarrollo vigente que
comenzó a reestructurarse más ampliamente en la década del ‘70. En el
marco de este proceso de agotamiento se desarrollaron importantes
expresiones de ruptura en la clase proletaria que decantarían en una
nueva e intensa oleada de luchas a nivel internacional en las décadas de
los años ‘60 y ‘70.
La derrota
del movimiento revolucionario dio vía libre a la reestructuración
capitalista de la producción y administración de la economía a través de
diferentes procesos. Entre ellos: una renovada introducción
tecnológica fundamentalmente apoyada en la “revolución informática”, la
aceleración de la industrialización en diferentes regiones consideradas
“atrasadas”, la reorganización de los procesos de trabajo y sus
correspondientes legislaciones, al tiempo que la expansión de los
mercados internacionales. Del mismo modo, la relocalización de fábricas
gracias a la introducción de zonas francas permitió el acceso a mano de
obra más barata, menos controles laborales, ambientales e impositivos,
lo que incentivó una nueva y más eficiente división internacional del
trabajo.
Todo esto trajo aparejado una
transformación de las condiciones laborales, que dejó atrás muchas de
las concesiones y conquistas propias de los niveles de productividad de
las décadas anteriores. Se produjo un fuerte aumento de la precarización
del trabajo y, por ende, de las condiciones de vida en general. Aquel
se estructuró a través de distintas estrategias como flexibilización del
uso de la fuerza de trabajo (flexibilidad del contrato de trabajo, pero
también de los horarios, de los salarios y de las funciones); aumento
de la desocupación y estabilización de un numeroso ejército de reserva
que jamás sería incluido al trabajo asalariado; ejecución de procesos
laborales estandarizados y simplificados, con la consecuente
descalificación de la fuerza de trabajo; ingreso al mercado de trabajo
de una cantidad cada vez más masiva de mujeres, que expresa la necesidad
de más de un salario por familia; aumento del trabajo no registrado
(que comprende desde la implementación de becarios o pasantes en la
investigación, hasta la clandestinidad de trabajadores migrantes en
talleres textiles); tercerización, subcontratación o externalización de
determinadas tareas o fases de los procesos de producción que diseminan y
disminuyen las responsabilidades patronales.
Estas transformaciones que el Capital
encontró para mantener la explotación y dominación, es decir su propia
reproducción, transformaron la reproducción del proletariado quebrando
aquella fuerte integración que describíamos anteriormente, dando lugar a
transformaciones importantes en las dinámicas de lucha y su contenido.
El presente
Hoy podemos estar seguros de algo que los compañeros en 1886 no podían estarlo tanto.
La lucha por las ocho horas fue una lucha por la reducción de la
jornada laboral en una situación en la que el capitalista ganaba más
haciendo trabajar más tiempo a sus empleados. Los avances tecnológicos y
organizativos hicieron que se pueda producir cada vez más en menos
horas. Nos indignamos por la situación de aquellos que trabajaban y aún
hoy trabajan más de ocho horas, pero no nos sensibiliza de igual forma
que alguien trabaje menos de ocho horas bajo modalidades que destruyen
cualquier cuerpo humano.
Si bien las
categorías básicas del Capital permanecen –valor, trabajo, salario,
mercancía, propiedad privada, Estado– mucha agua ha pasado bajo el
puente. Las fábricas ya no son el centro de la sociabilidad
capitalista, la composición de la clase proletaria no es la misma que
antaño, el patrón dólar-oro ya no existe y las culturas proletaria y
burguesa se encuentran prácticamente indiferenciadas.
El fin de los “años dorados” supuso la
transformación del proletariado en general y una crisis del movimiento
obrero en particular. La centralidad del
trabajo en la industria y el lugar de la fábrica fue puesta en cuestión e
implicó que el obrero industrial ya no fuera visto como el principal
protagonista, ni mucho menos como la vanguardia de su clase. Esto
significó que toda la experiencia acumulada en base a unas condiciones
de trabajo que hacían posible la proliferación de grandes huelgas en los
lugares de trabajo, prácticas de sabotaje, rompimiento de máquinas o
herramientas, organizaciones de grandes contingentes de hombres y
mujeres que compartían la cotidianeidad laboral en el mismo espacio, a
veces incluso la vida en el mismo barrio obrero, no sea reproducible
bajo las nuevas condiciones.
Evidentemente, estas dieron pie a nuevas
formas: cortes de rutas para impedir la circulación de mercancías cuando
miles de desocupados ya no pueden impedir la producción, por ejemplo.
Por otra parte, y coincidentemente, a partir de ese momento la industria
y el progreso capitalista dejaron más que nunca en evidencia la
devastación que suponían para el planeta y para quienes lo habitamos.
Comenzaron a gestarse cada vez más movimientos contra los efectos
nocivos de la producción hacia la salud y el ambiente. Pero el abordaje
de nuevas problemáticas o, mejor dicho, el abordaje de problemáticas históricas como novedad no necesariamente desembocan en la crítica y la lucha anticapitalista. Si
bien las reivindicaciones salen masivamente de la esfera del trabajo
para poner en cuestión diferentes aspectos de la reproducción social en
su conjunto, se ha mantenido en la mayoría de los casos una perspectiva
que parte de los niveles de la integración de antaño.
El retorno a los inicios del movimiento obrero o del Estado de bienestar no es deseable ni posible. Las luchas del pasado nos inspiran de cara al futuro, pero debemos quitarnos el lastre de la nostalgia progresista.
Hoy el Capital continúa pauperizando
nuestras condiciones de vida. La extensión de la informática a cada vez
más esferas del trabajo y de la sociabilidad en su totalidad junto a las
medidas de aislamiento, profundizan la difícil situación a la que
tenemos que hacer frente los proletarios y proletarias en nuestro día a
día, y que debemos analizar a la hora de organizarnos si queremos
transformar la realidad.
¿Cómo llevar a cabo la resistencia,
incluso el más mínimo sabotaje, cuando todas las herramientas son
nuestras y el lugar de trabajo es donde vivimos, cuando los niveles de
desocupación crecen día a día, cuando no nos podemos encontrar con
nuestras compañeras de trabajo más que a través de una pantalla, cuando
las horas del día no parecen tener fronteras entre trabajo y no-trabajo,
cuando la represión en las calles está legitimada por el discurso del
“cuidarnos”? Son algunas de las preguntas que nos hacemos este primero
de mayo.
La reestructuración capitalista produce el
declive de la identidad obrera y la explosión de múltiples identidades,
algunas de ellas vinculadas a las nuevas formas de lucha proletaria.
Las revueltas desatadas en diferentes
partes del mundo en las últimas décadas, así como los “nuevos
movimientos sociales”, a pesar del carácter interclasista y ciudadanista
que observamos en muchas ocasiones, dejan en claro la persistencia de
la lucha de clases. Al mismo tiempo nos advierten del carácter diverso
que el proletariado tiene y ha tenido. La centralidad de la reproducción
social en las luchas nos recuerda que la revolución debe implicar
bastante más que la certeza de tener techo y comida. Debe atender, no
solo como punto de llegada sino de partida, la denominada cuestión de
género, lo racial, la sexualidad, la familia, la naturaleza de la cual
formamos parte.
En las revueltas de nuestro tiempo, hoy
atravesadas por la declaración mundial de pandemia, está muy claro que
no hay una perspectiva de gestionar el objeto de las protestas. Solo los
civilizadores progresistas proponen nacionalización, gestión obrera,
referéndum, cambios en la administración capitalista. Pero no hay un mismo proyecto que tanto proletariado como burguesía deberíamos defender, gestionándolo de diferentes maneras. No
se trata de una guerra de un bando contra otro para administrar y
gestionar esta sociedad, sino de luchar contra el Capital en tanto que
sociedad, que relación social.
El capitalismo, por sus propias
contradicciones internas, no puede mejorar nuestras condiciones de vida.
Por otra parte, esta conflictividad social tiende además a
sincronizarse porque las medidas de austeridad en épocas de crisis son
globales, porque el aumento de la explotación y el empeoramiento de las
condiciones de vida no son un problema nacional o de políticas
neoliberales. Ni los burgueses eligen este escenario ni los proletarios
en lucha elegimos el nuestro. Las fuerzas ciegas de la economía nos han
traído hasta acá. Ahora es importante saber qué hacemos, no de cara al
futuro ¡sino lo que ya estamos haciendo!
Cada contexto
produce condiciones diferentes para la revolución y genera
contradicciones (materiales, no morales; sociales, no individuales)
particulares. Estas pueden hacernos importantes señalamientos
acerca de la sociedad capitalista y su superación, pero la revolución
finalmente dependerá de lo que podamos hacer en tanto clase. La lucha es
inevitable y necesaria, nos transforma y buscamos transformarla en una
definitiva. Nuestra preocupación es que la lucha de clases sea capaz de producir algo más que su propia continuación.
Por esto confiamos en que es tan
importante no solo participar sino también comprender, estudiar y
debatir el desarrollo de las luchas del presente. Porque
en las posibilidades y condiciones de estas luchas, en sus críticas y
rupturas, se delinea el horizonte revolucionario del presente.