viernes, 20 de marzo de 2020

Monólogo del virus

Desconocido/a
19 de marzo de 2020

Dejen de proferir, queridos humanos, sus ridículos llamamientos a la guerra. Dejen de dirigirme esas miradas de venganza. Apaguen el halo de terror con que envuelven mi nombre. Nosotros, los virus, desde el origen bacteriano del mundo, somos el verdadero continuum de la vida en la tierra. Sin nosotros, ustedes jamás habrían visto la luz del día, ni siquiera la habría visto la primera célula.
Somos sus antepasados, al igual que las piedras y las algas, y mucho más que los monos. Estamos dondequiera que ustedes estén y también donde no están. ¡Si del universo sólo pueden ver aquello que se les parece, peor para ustedes! Pero sobre todo, dejen de decir que soy yo el que los está matando. Ustedes no están muriendo por lo que le hago a sus tejidos, sino porque han dejado de cuidar a sus semejantes. Si no hubieran sido tan rapaces entre ustedes como lo han sido con todo lo que vive en este planeta, todavía habría suficientes camas, enfermeras y respiradores para sobrevivir a los estragos que causo en sus pulmones. Si no almacenasen a sus ancianos en morideros y a sus prójimos sanos en ratoneras de hormigón armado, no se verían en éstas. Si no hubieran transformado la amplitud, hasta ayer mismo aún exuberante, caótica, infinitamente poblada, del mundo -o mejor dicho, de los mundos- en un vasto desierto para el monocultivo de lo Mismo y del Más, yo no habría podido lanzarme a la conquista planetaria de sus gargantas. Si durante el último siglo no se hubieran convertido prácticamente todos en copias redundantes de una misma e insostenible forma de vida, no se estarían preparando para morir como moscas abandonadas en el agua de vuestra civilización edulcorada. Si no hubieran convertido sus entornos en espacios tan vacíos, tan transparentes, tan abstractos, tengan por seguro que no me desplazaría a la velocidad de un avión. Sólo estoy ejecutando la sentencia que dictaron hace mucho contra ustedes mismos. Perdónenme, pero son ustedes, que yo sepa, quienes han inventado el término «Antropoceno». Se han adjudicado todo el honor del desastre; ahora que está teniendo lugar, es demasiado tarde para renunciar a él. Los más honestos de entre ustedes lo saben bien: no tengo más cómplice que su propia organización social, su locura de la «gran escala» y de su economía, su fanatismo del sistema. Sólo los sistemas son «vulnerables». Lo demás vive y muere. Sólo hay vulnerabilidad para lo que aspira al control, a su extensión y perfeccionamiento. Mírenme atentamente: sólo soy la otra cara de la Muerte reinante.

Así que dejen de culparme, de acusarme, de acosarme. De quedar paralizados ante mí. Todo eso es infantil. Les propongo que cambien su mirada: hay una inteligencia inmanente en la vida. No hace falta ser sujeto para tener un recuerdo o una estrategia. No hace falta ser soberano para decidir. Las bacterias y los virus también pueden hacer que llueva y brille el sol. Así que mírenme como su salvador más que como su enterrador. Son libres de no creerme, pero he venido a parar la máquina cuyo freno de emergencia no encontraban. He venido a detener la actividad de la que eran rehenes. He venido a poner de manifiesto la aberración de la «normalidad». «Delegar en otros nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidar de las condiciones de vida ha sido una locura»… «No hay límite presupuestario, la salud no tiene precio» : ¡miren cómo hago que se retracten de palabra y de obra sus gobernantes! ¡Miren cómo los reduzco a su verdadera condición de mercachifles miserables y arrogantes! ¡Miren cómo de repente se revelan no sólo como superfluos, sino como nocivos! Para ellos ustedes no son más que el soporte de la reproducción de su sistema, es decir, menos aún que esclavos. Hasta al plancton lo tratan mejor que a ustedes.

Pero no malgasten energía en cubrirlos de reproches, en echarles en cara sus limitaciones. Acusarlos de negligencia es darles más de lo que se merecen. Pregúntense más bien cómo ha podido parecerles tan cómodo dejarse gobernar. Alabar los méritos de la opción china frente a la opción británica, de la solución imperial-legista frente al método darwinista-liberal, es no entender nada ni de la una ni de la otra, ni del horror de la una ni del horror de la otra. Desde Quesnay, los «liberales» siempre han mirado con envidia al Imperio chino; y siguen haciéndolo. Son hermanos siameses. Que uno te confine por tu propio bien y el otro por el bien de «la sociedad» equivale igualmente a aplastar la única conducta no nihilista en este momento: cuidar de uno mismo, de aquellos a los que quieres y de aquello que amamos en aquellos que no conocemos. No dejen que quienes les han conducido al abismo pretendan sacarles de él: lo único que harán será prepararles un infierno más perfeccionado, una tumba aún más profunda. El día que puedan, patrullarán el más allá con sus ejércitos.

Más bien, agradézcanmelo. Sin mí, ¿cuánto tiempo más se habrían hecho pasar por necesarias todas estas cosas aparentemente incuestionables cuya suspensión se decreta de inmediato? La globalización, los concursos, el tráfico aéreo, los límites presupuestarios, las elecciones, el espectáculo de las competiciones deportivas, Disneylandia, las salas de fitness, la mayoría de los comercios, el parlamento, el acuartelamiento escolar, las aglomeraciones de masas, la mayor parte de los trabajos de oficina, toda esa ebria sociabilidad que no es sino el reverso de la angustiada soledad de las mónadas metropolitanas. Ya lo ven: nada de eso es necesario cuando el estado de necesidad se manifiesta. Agradézcanme la prueba de la verdad que van a pasar en las próximas semanas: por fin van a vivir en su propia vida, sin los miles de subterfugios que, mal que bien, sostienen lo insostenible. Todavía no se habían dado cuenta de que nunca habían llegado a instalarse en su propia existencia. Vivían entre las cajas de cartón y no lo sabían. Ahora van a vivir con sus seres queridos. Van a vivir en casa. Van a dejar de estar en tránsito hacia la muerte. Puede que odien a su marido. Puede que aborrezcan a sus hijos. Quizás les den ganas de dinamitar el decorado de su vida diaria. Lo cierto es que, en esas metrópolis de la separación, ustedes ya no estaban en el mundo. Su mundo había dejado de ser habitable en ninguno de sus puntos, excepto huyendo constantemente. Tan grande era la presencia de la fealdad que había que aturdirse de movimiento y de distracciones. Y lo fantasmal reinaba entre los seres. Todo se había vuelto tan eficaz que ya nada tenía sentido. ¡Agradézcanme todo esto, y bienvenidos a la tierra!

Gracias a mí, por tiempo indefinido, ya no trabajarán, sus hijos no irán al colegio, y sin embargo será todo lo contrario a las vacaciones. Las vacaciones son ese espacio que hay que rellenar a toda costa mientras se espera la ansiada vuelta al trabajo. Pero esto que se abre ante ustedes, gracias a mí, no es un espacio delimitado, es una inmensa apertura. He venido a descolocarles. Nadie les asegura que el no-mundo de antes volverá. Puede que todo este absurdo rentable termine. Si no les pagan, ¿qué sería más natural que dejar de pagar el arriendo ? ¿Por qué iba a seguir cumpliendo con sus cuotas del banco quien de todos modos ya no puede trabajar? ¿Acaso no es suicida vivir donde ni siquiera se puede cultivar un huerto? No por no tener dinero se va a dejar de comer, y quien tiene el hierro tiene el pan, como decía Auguste Blanqui. Denme las gracias: les coloco al pie de la bifurcación que estructuraba tácitamente sus existencias: la economía o la vida. De ustedes depende. Lo que está en juego es histórico. O los gobernantes les imponen su estado de excepción o ustedes inventan el suyo. O se vinculan a las verdades que están viendo la luz o ponen su cabeza en el tajo del verdugo. O aprovechan el tiempo que les doy ahora para imaginarse el mundo de después a partir de las lecciones del colapso al que estamos asistiendo, o éste se radicalizará por completo. El desastre cesa cuando la economía se detiene. La economía es el desastre. Esto era una tesis antes del mes pasado. Ahora es un hecho. A nadie se le escapa cuánta policía, cuánta vigilancia, cuánta propaganda, cuánta logística y cuánto teletrabajo hará falta para reprimirlo.

Ante mí, no cedan ni al pánico ni al impulso de negación. No cedan a las histerias biopolíticas. Las próximas semanas serán terribles, abrumadoras, crueles. Las puertas de la Muerte estarán abiertas de par en par. Soy la más devastadora producción de devastación de la producción. Vengo a devolver a la nada a los nihilistas. La injusticia de este mundo nunca será más escandalosa. Es a una civilización, y no a ustedes, a quien vengo a enterrar. Quienes quieran vivir tendrán que crearse hábitos nuevos, que sean apropiados para ellos. Evitarme será la oportunidad para esta reinvención, para este nuevo arte de las distancias. El arte de saludarse, en el que algunos eran lo suficientemente miopes como para ver la forma misma de la institución, pronto ya no obedecerá a ninguna etiqueta. Caracterizará a los seres. No lo hagan «por los demás», por «la población» o por la «sociedad», háganlo por los suyos. Cuiden de sus amigos y de sus amores. Vuelvan a pensar con ellos, soberanamente, una forma justa de vida. Creen conglomerados de vida buena, amplíenlos, y nada podré contra ustedes. Esto es un llamamiento no a la vuelta masiva a la disciplina, sino a la atención. No al fin de la despreocupación, sino al de la negligencia. ¿Qué otra manera me quedaba de recordarles que la salvación está en cada gesto? Que todo está en lo ínfimo.

He tenido que rendirme a la evidencia: la humanidad sólo se plantea las preguntas que no puede seguir sin plantearse.

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