Desconocido/a
19 de marzo de 2020
Dejen de proferir, queridos humanos, sus ridículos llamamientos a la
guerra. Dejen de dirigirme esas miradas de venganza. Apaguen el halo de
terror con que envuelven mi nombre. Nosotros, los virus, desde el origen
bacteriano del mundo, somos el verdadero continuum de la vida
en la tierra. Sin nosotros, ustedes jamás habrían visto la luz del día,
ni siquiera la habría visto la primera célula.
Somos sus antepasados, al igual que las piedras y las algas, y mucho
más que los monos. Estamos dondequiera que ustedes estén y también donde
no están. ¡Si del universo sólo pueden ver aquello que se les parece,
peor para ustedes! Pero sobre todo, dejen de decir que soy yo el que los
está matando. Ustedes no están muriendo por lo que le hago a sus
tejidos, sino porque han dejado de cuidar a sus semejantes. Si no
hubieran sido tan rapaces entre ustedes como lo han sido con todo lo que
vive en este planeta, todavía habría suficientes camas, enfermeras y
respiradores para sobrevivir a los estragos que causo en sus pulmones.
Si no almacenasen a sus ancianos en morideros y a sus prójimos sanos en
ratoneras de hormigón armado, no se verían en éstas. Si no hubieran
transformado la amplitud, hasta ayer mismo aún exuberante, caótica,
infinitamente poblada, del mundo -o mejor dicho, de los mundos- en un
vasto desierto para el monocultivo de lo Mismo y del Más, yo no habría
podido lanzarme a la conquista planetaria de sus gargantas. Si durante
el último siglo no se hubieran convertido prácticamente todos en copias
redundantes de una misma e insostenible forma de vida, no se estarían
preparando para morir como moscas abandonadas en el agua de vuestra
civilización edulcorada. Si no hubieran convertido sus entornos en
espacios tan vacíos, tan transparentes, tan abstractos, tengan por
seguro que no me desplazaría a la velocidad de un avión. Sólo estoy
ejecutando la sentencia que dictaron hace mucho contra ustedes mismos.
Perdónenme, pero son ustedes, que yo sepa, quienes han inventado el
término «Antropoceno». Se han adjudicado todo el honor del desastre;
ahora que está teniendo lugar, es demasiado tarde para renunciar a él.
Los más honestos de entre ustedes lo saben bien: no tengo más cómplice
que su propia organización social, su locura de la «gran escala» y de su
economía, su fanatismo del sistema. Sólo los sistemas son
«vulnerables». Lo demás vive y muere. Sólo hay vulnerabilidad para lo
que aspira al control, a su extensión y perfeccionamiento. Mírenme
atentamente: sólo soy la otra cara de la Muerte reinante.
Así que dejen de culparme, de acusarme, de acosarme. De quedar
paralizados ante mí. Todo eso es infantil. Les propongo que cambien su
mirada: hay una inteligencia inmanente en la vida. No hace falta ser
sujeto para tener un recuerdo o una estrategia. No hace falta ser
soberano para decidir. Las bacterias y los virus también pueden hacer
que llueva y brille el sol. Así que mírenme como su salvador más que
como su enterrador. Son libres de no creerme, pero he venido a parar la
máquina cuyo freno de emergencia no encontraban. He venido a detener la
actividad de la que eran rehenes. He venido a poner de manifiesto la
aberración de la «normalidad». «Delegar en otros nuestra alimentación,
nuestra protección, nuestra capacidad de cuidar de las condiciones de
vida ha sido una locura»… «No hay límite presupuestario, la salud no
tiene precio» : ¡miren cómo hago que se retracten de palabra y de obra
sus gobernantes! ¡Miren cómo los reduzco a su verdadera condición de
mercachifles miserables y arrogantes! ¡Miren cómo de repente se revelan
no sólo como superfluos, sino como nocivos! Para ellos ustedes no son
más que el soporte de la reproducción de su sistema, es decir, menos aún
que esclavos. Hasta al plancton lo tratan mejor que a ustedes.
Pero no malgasten energía en cubrirlos de reproches, en echarles en
cara sus limitaciones. Acusarlos de negligencia es darles más de lo que
se merecen. Pregúntense más bien cómo ha podido parecerles tan cómodo
dejarse gobernar. Alabar los méritos de la opción china frente a la
opción británica, de la solución imperial-legista frente al método
darwinista-liberal, es no entender nada ni de la una ni de la otra, ni
del horror de la una ni del horror de la otra. Desde Quesnay, los
«liberales» siempre han mirado con envidia al Imperio chino; y siguen
haciéndolo. Son hermanos siameses. Que uno te confine por tu propio bien
y el otro por el bien de «la sociedad» equivale igualmente a aplastar
la única conducta no nihilista en este momento: cuidar de uno mismo, de
aquellos a los que quieres y de aquello que amamos en aquellos que no
conocemos. No dejen que quienes les han conducido al abismo pretendan
sacarles de él: lo único que harán será prepararles un infierno más
perfeccionado, una tumba aún más profunda. El día que puedan,
patrullarán el más allá con sus ejércitos.
Más bien, agradézcanmelo. Sin mí, ¿cuánto tiempo más se habrían hecho
pasar por necesarias todas estas cosas aparentemente incuestionables
cuya suspensión se decreta de inmediato? La globalización, los
concursos, el tráfico aéreo, los límites presupuestarios, las
elecciones, el espectáculo de las competiciones deportivas,
Disneylandia, las salas de fitness, la mayoría de los comercios, el
parlamento, el acuartelamiento escolar, las aglomeraciones de masas, la
mayor parte de los trabajos de oficina, toda esa ebria sociabilidad que
no es sino el reverso de la angustiada soledad de las mónadas
metropolitanas. Ya lo ven: nada de eso es necesario cuando el estado de
necesidad se manifiesta. Agradézcanme la prueba de la verdad que van a
pasar en las próximas semanas: por fin van a vivir en su propia vida,
sin los miles de subterfugios que, mal que bien, sostienen lo
insostenible. Todavía no se habían dado cuenta de que nunca habían
llegado a instalarse en su propia existencia. Vivían entre las cajas de
cartón y no lo sabían. Ahora van a vivir con sus seres queridos. Van a
vivir en casa. Van a dejar de estar en tránsito hacia la muerte. Puede
que odien a su marido. Puede que aborrezcan a sus hijos. Quizás les den
ganas de dinamitar el decorado de su vida diaria. Lo cierto es que, en
esas metrópolis de la separación, ustedes ya no estaban en el mundo. Su
mundo había dejado de ser habitable en ninguno de sus puntos, excepto
huyendo constantemente. Tan grande era la presencia de la fealdad que
había que aturdirse de movimiento y de distracciones. Y lo fantasmal
reinaba entre los seres. Todo se había vuelto tan eficaz que ya nada
tenía sentido. ¡Agradézcanme todo esto, y bienvenidos a la tierra!
Gracias a mí, por tiempo indefinido, ya no trabajarán, sus hijos no
irán al colegio, y sin embargo será todo lo contrario a las vacaciones.
Las vacaciones son ese espacio que hay que rellenar a toda costa
mientras se espera la ansiada vuelta al trabajo. Pero esto que se abre
ante ustedes, gracias a mí, no es un espacio delimitado, es una inmensa
apertura. He venido a descolocarles. Nadie les asegura que el no-mundo
de antes volverá. Puede que todo este absurdo rentable termine. Si no
les pagan, ¿qué sería más natural que dejar de pagar el arriendo ? ¿Por
qué iba a seguir cumpliendo con sus cuotas del banco quien de todos
modos ya no puede trabajar? ¿Acaso no es suicida vivir donde ni siquiera
se puede cultivar un huerto? No por no tener dinero se va a dejar de
comer, y quien tiene el hierro tiene el pan, como decía Auguste Blanqui.
Denme las gracias: les coloco al pie de la bifurcación que estructuraba
tácitamente sus existencias: la economía o la vida. De ustedes depende.
Lo que está en juego es histórico. O los gobernantes les imponen su
estado de excepción o ustedes inventan el suyo. O se vinculan a las
verdades que están viendo la luz o ponen su cabeza en el tajo del
verdugo. O aprovechan el tiempo que les doy ahora para imaginarse el
mundo de después a partir de las lecciones del colapso al que estamos
asistiendo, o éste se radicalizará por completo. El desastre cesa cuando
la economía se detiene. La economía es el desastre. Esto era una tesis
antes del mes pasado. Ahora es un hecho. A nadie se le escapa cuánta
policía, cuánta vigilancia, cuánta propaganda, cuánta logística y cuánto
teletrabajo hará falta para reprimirlo.
Ante mí, no cedan ni al pánico ni al impulso de negación. No cedan a
las histerias biopolíticas. Las próximas semanas serán terribles,
abrumadoras, crueles. Las puertas de la Muerte estarán abiertas de par
en par. Soy la más devastadora producción de devastación de la
producción. Vengo a devolver a la nada a los nihilistas. La injusticia
de este mundo nunca será más escandalosa. Es a una civilización, y no a
ustedes, a quien vengo a enterrar. Quienes quieran vivir tendrán que
crearse hábitos nuevos, que sean apropiados para ellos. Evitarme será la
oportunidad para esta reinvención, para este nuevo arte de las
distancias. El arte de saludarse, en el que algunos eran lo
suficientemente miopes como para ver la forma misma de la institución,
pronto ya no obedecerá a ninguna etiqueta. Caracterizará a los seres. No
lo hagan «por los demás», por «la población» o por la «sociedad»,
háganlo por los suyos. Cuiden de sus amigos y de sus amores. Vuelvan a
pensar con ellos, soberanamente, una forma justa de vida. Creen
conglomerados de vida buena, amplíenlos, y nada podré contra ustedes.
Esto es un llamamiento no a la vuelta masiva a la disciplina, sino a la
atención. No al fin de la despreocupación, sino al de la negligencia.
¿Qué otra manera me quedaba de recordarles que la salvación está en cada
gesto? Que todo está en lo ínfimo.
He tenido que rendirme a la evidencia: la humanidad sólo se plantea las preguntas que no puede seguir sin plantearse.
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