lunes, 24 de febrero de 2025

Una tradición que se ha perdido: los pillajes a la muerte de los papas

Grupo Comunista Internacionalista
Revista Comunismo nro. 53, septiembre de 2005

[Apropósito de la muerte de Karol "Juan Pablo II" Wojtyła en aquel año]

Es con gran desolación que asistimos hoy al penoso espectáculo de millones de ovejas religiosas desfilando lloriqueando ante la riqueza del Vaticano. Quisiéramos creer que es por falta de acceso a todas esas riquezas que esos peregrinos modernos se pierden en efusiones, pero no es así, si esas pobres criaturas oprimidas se encuentran ahí, arrastrados por sus suspiros ciudadanos y la religión televisiva, es para lamentar la muerte del jefe de los prelados de ese riquísimo Estado que es el Vaticano, el papa Juan Pablo II. Éste se ha hecho famoso por sus frecuentes viajes y manifestaciones de apoyo - “perdón” en el lenguaje cristiano - a todo tipo de torturadores en todas partes del mundo, desde Hassan II y Ben Ali a Pinochet, Reagan o Castro, así como por la beatificación de José Maria Escriva de Balaguer, fundador de ese centro ultrareaccionario y anticomunista primario que es el Opus Dei.

Nosotros hemos encontrado consuelo a la triste actualidad sumergiéndonos en la historia y no fue una sorpresa, algunas buenas noticias nos esperaban. Durante la Edad Media y el Renacimiento, así como en épocas más recientes, la noticia de la muerte del papa hacía desencadenar la rabia de las masas contra los bienes pontificales. Antaño peregrinos y habitantes de Roma se manifestaban de una manera muy distinta a como lo hacen hoy esas carneros ciudadanos, provocando grandes desórdenes, pillajes y destrucciones. Un cronista romano, Gaspare Pontani, cuenta como en 1484 apenas había empezado a propagarse la noticia de la muerte del papa Sixto IV, considerado por la Iglesia como uno de los grandes papas del siglo XV, ocurrida en plena noche, cuando se empiezan a producir desórdenes hasta tal punto que “simplemente no es posible quedarse en Roma a causa de los pillajes y robos”. En efecto, grupos de jóvenes se reunieron y entendiendo que debían aprovechar la ocasión de la muerte del papa para manifestar su rabia frente al orden social, se presentaron en el palacio del conde Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV y lo destruyeron completamente, a “tal punto”, prosigue el cronista, “que no dejaron una puerta y una ventana intacta”. Otros jóvenes fueron a Castel Giubileo, donde se encontraba la finca de la condesa Caterina Sforza Riario, para “robar una centena de vacas, todas las cabras y numerosos puercos, burros, gansos y pollos pertenecientes a la condesa”. ¡Al contrario de lo que constatamos hoy, pareciera que entonces era difícil lograr que los jóvenes se arrodillaran frente al clero, que aseguraba que los bienes pontificales acumulados en esos lugares servían a la salud de las almas!

Episodios de este género eran recurrentes y tenían una clara connotación social. El 9 de agosto de 1559 a la noticia de la muerte del papa Pablo IV, los habitantes de Roma “corrieron hacia la prisión y después de haber roto las puertas, liberaron a todos aquellos que encontraron”. Ese mismo día otros grupos fueron al Campidoglio para destruir la estatua de mármol que había sido dedicada tres meses antes a ese mismo Pablo IV. La frecuencia de este tipo de acciones durante la muerte de un papa era a tal punto elevada que la Iglesia se sintió obligada a tomar medidas para defenderse de esos ataques. Así, siempre a la ocasión de la muerte de Sixto IV de la que hemos hablado más arriba según Bucardo, maestro de ceremonia pontifical, “a cada entrada de la ciudad han sido asignados como custodias notarios apostólicos, funcionarios de la curia o/y ciudadanos romanos. Cardenales fueron designados para cuidar el palacio y la administración de asuntos corrientes”.

Muchas veces ni esperaban a la muerte del papa para empezar los pillajes. A veces era suficiente que circularan “malas noticias” sobre la salud del “santo hombre” para que la bronca de los romanos se desatara. Los esbirros del papa debían apurarse para probar que estaba todavía vivo y retardar así los “desórdenes”. Así, al inicio del siglo XIII el cronista inglés Matteo Paris cuenta como diez días antes de su deceso, Honorius III (1216-1227) “cansado y medio muerto” debió ser llevado a una “alta ventana” (del palacio Laterano) y ser expuesto a los habitantes de Roma para calmarlos, pues éstos ya habían empezado a “desquitarse contra los bienes pontificales”.

Ya en el año 904 un concilio romano había tomado medidas para reprimir esa vil costumbre de pillar el palacio Laterano, así como Roma y sus alrededores luego de la muerte del papa. En efecto, había promulgado un decreto hablando de esos “detestables hábitos” que “iban en aumento”. Por otra parte, es importante destacar que no se trata de un fenómeno exclusivamente romano. Capítulos imperiales y concilios intentaron impedir durante siglos el pillaje de episcopados y abadías a la muerte de su titular, emitiendo decretos, lamentando que esos pillajes se ejercieran en contra de sus bienes, “como si pertenecieran directamente a los prelados, lo que es contrario a toda ley”.

En toda Italia se verifican fenómenos de ese género. Cerca de 1049, a la muerte de “su” obispo, los habitantes de Osimo, una pequeña ciudad de Marches en los alrededores de Ancona, invadieron y saquearon el palacio episcopal, destruyendo viñas y arbustos, prendiendo fuego a las casas. León IX, la misma mañana del 18 de abril de 1054, cuando ya estaba gravemente enfermo, pide ser conducido a la basílica de San Giovanni, en el palacio Laterano, transportado sobre el mismo lecho en el que se encontraba. Cuando se supo la noticia “los romanos atacaron el palacio Laterano como tienen hábito de hacerlo”…

¡Otro tiempo, otras costumbres!

Contra la amnesia con la que los burgueses quisieran golpearnos, recordemos esos momentos de lucha que indican la vía de futuras peleas y gritemos fuerte:

¡Abajo todos los curas!, ¡abajo todos los ayatolás, imams y compañia! ¡Muerte a todos esos revendedores de paraíso adulterado!

Contra esta época hecha de superstición, de dinero y de plástico, donde la representación y lo ficticio ocupan el lugar de toda relación verdaderamente humana.

¡Que vuelva pronto el tiempo de lo real, el tiempo en el que los proletarios pillan y queman los edificios religiosos en lugar de llorar sobre la tumba de sus explotadores!

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